No
hay nada comparable a la emoción de salir de viaje. Las rutinas
quedan atrás, todas las ganas de conocer, de saber qué hay detrás
de la siguiente colina, se ponen en marcha. La primavera está a la
vuelta de la esquina y la llamada a la aventura está ahí, al
alcance de la mano. Para mí, desde siempre, pocos lugares hay entre
los que he visitado que me atraigan tanto como Túnez, el país
blanco y verde. Su mediterraneidad y su variedad de experiencias lo
hacen cercano y familiar, ese refugio que todos soñamos tener.
Conocido como Tunis en árabe, Tunisie en francés, me gusta llamarlo
por su nombre más íntimo, Ifriquiyya.
Para
poder entrar en la Ifriquiyya más africana conviene saltarnos la
capital, Túnez, demasiado europea y urbanita. Por suerte, hay un
vuelo directo entre Madrid y Tozeur, al sur del país. Así, uno se
ve aterrizando en mitad del desierto. Se llega de noche a un
aeropuerto pequeño y blanco, como una paloma. Tozeur es famoso por
su palmeral inmenso, que produce unos dulces dátiles. También es
conocido por sus esbeltas mezquitas de ladrillo. En la ruta de las
antiguas caravanas del desierto la ciudad es hoy en día un centro
turístico importante.
Pasamos
la noche en Tozeur y, al día siguiente, salimos a dar una vuelta a
un oasis cercano, con sus palmeras, es Chebika. Junto con Tamerza y
Mides, esta aldea es una de las tres de montaña, cerca de la
frontera con Argelia. Un manantial, un paseo a la sombra del palmeral
y una subida al ksar
para contemplar la llanura de los chotts
desde lo alto, donde se destaca el Chott el Gahrsa. Después de jugar
con unos gatos y tomarnos unos tés, decidimos salir a campo abierto,
hacia el desierto. Atravesamos unos lagos de sal que apenas tienen
agua, son los chotts,
de colores cambiantes. Lo fascinante de ellos es que la luz solar
reflejada en los cristales de sal nos deslumbra, dándonos una
sensación de irrealidad.
Al
otro lado del lago salado llamado Chott el Djerid, el más famoso de
Túnez, a unos cien kilómetros, se llega a la pequeña Douz. La
llaman la Puerta del Desierto, y es un cruce de caminos, de donde
partían las rutas caravaneras. En Douz da gusto hablar con la gente,
tomarse un té en sus cafetines y regatear por el afán de pegar la
hebra. Aquí se celebra en diciembre el Festival Internacional del
Sahara, y es un buen punto de partida para recorrer las dunas, como
la famosa Gran Duna, en el camino de Gleissia.
A
unos 50 kilómetros al suroeste de Douz nos quedamos a pasar la
noche, en medio de las dunas anaranjadas. La docena de tiendas o
jaimas está situada de cara a La Meca para facilitar el salat,
la oración musulmana. Aquí juegan unos niños en la arena, como
hace mil años. Ellos juegan, arriba y abajo, en el nítido, limpio
desierto. Estamos en un campamento temporal de tiendas, junto a un
pozo o bir,
en árabe. Las dunas se suceden con la sensualidad de cuerpos
deslizantes, complacientes. En el campamento, uno de los beduinos se
postra en actitud de oración. Cae la tarde, y yo, en un aparte,
envidio a ese hombre que reza con el cuerpo, inclinado sobre su
esterilla. Me quedo fuera de su vista, para velar por su intimidad.
Aún sin esperarlo, la emoción me anega. Vuelvo el rostro hacia el
confín de las dunas, por donde asoma una luna pálida.
En
la noche del desierto, estalla la fiesta. Árabes y españoles danzan
con más alegría que técnica junto a la hoguera. Lejos de las
ciudades, tan solos en esta inmensidad, uno se hace más hermano de
los que tiene a su lado. Hay risas y miradas excitadas. Hay niños
árabes que enseñan a los niños españoles sus pasos de baile.
De
vuelta a Túnez, por pistas de tierra, a bordo de un todoterreno. El
país saheliano tiene las dimensiones de Andalucía, y se atraviesa
en unas cuatro horas. Nos merecemos una buena cena en la capital. En
M’rabet se puede disfrutar de música árabe, danza bereber y
buenos platos tradicionales, servidos por un camarero que parece más
bien el príncipe Asmar. Por fin estamos cenando en un restaurante,
en el corazón de la medina, en Túnez. La cena con otros viajeros se
anima con relatos mil y con la mirada de las camareras, mientras los
demás, en un patio andalusí lleno de encanto, pasan su cena entre
bromas. Un tunecino tañe el laúd para nosotros en un rincón del
patio.
A
la mañana siguiente estamos en la entrada de la medina, Bab el Bahr,
junto a la Porte de France. Luego de callejear por las tortuosas
callejuelas del zoco vemos llegado el momento de acercarnos al mar.
Tomando un tranvía se puede llegar a Sidi Bou Said, La Goulette y
Cartago. Son lugares que conservan ese poder de evocación que le dio
a Flaubert la inspiración para escribir Salambó…
Desde la colina de Byrsa, donde una vez se levantaron los blancos
palacios y los templos púnicos, hasta la pequeña población de Sidi
Bou, blanca y azul, nos paseamos sin prisa. Desde el Café des Nattes
bajamos a la playa de Cartago, donde me detengo con mi hija, y
señalando la bahía, creemos ver por donde los trirremes fatales de
Roma llegaron un día para arrasar la opulenta Cartago.
Túnez
es también el país de una escritora y aventurera, Isabelle
Eberhardt. En 1899, después de viajar por Argelia y Túnez, se
detuvo en Susa para visitar el Sahel tunecino y la costa de Moknine.
Enamorada del país escribió Los
diarios de una nómada apasionada,
y conoció en profundidad la sociedad beduina y la opresión del
colonialismo francés. Esta mujer, este ser “solitario y dolorido”,
pudo pasar la barrera de la cultura y dejar de ser una europea
curiosa, una mera espectadora, para pasar a ser considerada uno de
ellos. En sus Hacia
los horizontes azules,
mi peripecia viajera en Ifriquiyya se identifica plenamente.
En
estas tierras tunecinas, de gentes sencillas, musulmanas y alegres,
me siento como en casa, me siento en paz. As
Salam aleykum,
un saludo.
Por
Francisco
Ortiz /
Fotografía: Isa
Z.
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