Resistencia y resiliencia



Si preguntara en Cádiz que es la resistencia y que es la resiliencia, me dirían que su ciudad tiene tres mil años de antigüedad y mil quinientos de desempleo. Yo, que soy más trágico que carnavalesco, lo explico usando la historia y el género. La resistencia es la historia hasta el siglo XX y la resiliencia será la historia a partir del siglo XXI. Hasta el siglo XX han sido tiempos masculinos, mientras que el siglo XXI inaugura el tiempo de lo femenino. Veámoslo con cuentos populares y canciones infantiles.

El redoblar de los tambores ha sido constante en la historia: guerras de conquista, de reconquista, dinásticas, religiosas, de colonización. Como los malvados duendes Kallikantzaros, hemos cubierto de hachazos el Árbol del Mundo. La canción de Mambrú: «Mambrú se fue a la guerra, que dolor, que dolor, que pena (…) Mambrú se ha muerto ya…», ha sido cantada constantemente, una y otra vez. Guerras, tantas guerras que hemos aprendido a resistir. Luchas de resistencia, movimientos de resistencia, resistencia civil, guerras de resistencia. El lema de la resistencia: «No pasarán». Clavarse al suelo para no moverse, mantenerse firme, persistir. Resistir es honrar, reverenciar. Muerte, destrucción, sufrimiento. Puro heroísmo sacrificial. Vence quien es capaz de poner encima de la mesa, y resistir, mayor número de muertos. Nadie pregunta: ¿después qué, después cómo? Resistir es testosterona sin ritual ulterior de purificación. Es pasar de la sangre a la fábrica y viceversa. Pero el final de las resistencias, ya sean golpes de martillo y escoplo sobre las cervicales o soldaditos y bailarinas de plomo, es un final entre cenizas, entre las que no quedan corazones o lentejuelas.

Los redobles de tambor, los gritos de terror, no ahogan, sin embargo, el hartazgo de las mujeres por la sangre derramada que nada crea. De la violación como arma de guerra. De las inseminaciones patrióticas por soldados, para reponer las pérdidas humanas de la guerra, por la falta de hombres en las aldeas. De la humillación, de la vergüenza. Del abuso de lavar en el río, de hacer el pan, de buscar agua y leña. De ser usadas. De ser privadas de todo, hasta del placer. A pesar del miedo las mujeres se han dicho: ¿¡quién teme al Lobo Feroz!? Han decidido afrontar el dolor en positivo, superar el desaliento, la impotencia, no esperar pasivamente soluciones. Y han resuelto rescatarse ellas mismas, no esperar que las rescate ni el estado ni nadie, pues como dice una amiga mía: «todos los príncipes azules destiñen». Y muchos destiñen rojo, rojo sangre. 

La estrategia es reducir el daño, pedir y dar apoyo, usar la vitalidad, el humor. Han construido para defenderse del Lobo Feroz una resistente casa de ladrillos: Villa Resiliencia. En África, en América Latina, ante la violencia y la injusticia han tejido alianzas y han comenzado a crear iniciativas locales de vida sostenible, centradas en ellas y su entorno familiar. Usan la creatividad. Plantan árboles, cuidan ríos, son las Mujeres Árbol, las Mujeres Río, nuevas formas de lucha contra la opresión política, la injusticia y a favor de la protección y conservación del medio ambiente. Wangari Maathai o Berta Cáceres son ejemplos. Las mujeres han aprendido las ventajas de que la carroza sea una calabaza, pues así además de transporte proporciona alimento. Slow y ecológico.

Pero si hay mujeres resilientes es porque hay hombres que se resisten.





Francisco Soler



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