Tripalium. Instrumento de tortura; fuente de la palabra trabajo.Nuestra sociedad es rica en pobrezas. La mayoría nos pasan
desapercibidas, o nos las ocultamos vergonzantemente, o las tomamos por
riquezas. Todas son graves para la autonomía y la dignidad de las
personas y las comunidades. La pobreza material, es decir, la carencia
de cosas, no pasa desapercibida sin embargo, e incluso es objeto
frecuente de una atención algo morbosa y amarillista. Cuando así ocurre,
tal focalización sirve, más o menos conscientemente, para reforzar la
institución del trabajo y desviar la mirada de las otras pobrezas. El
mensaje subyacente en tales casos es algo así: «¡cuánta carencia
material padece y que mal lo pasa la gente que no trabaja!, qué bueno
sería que trabajaran; qué importante es trabajar para producir más
cacharros y alimentos industriales; bendita sea la industria y todo lo
que la ampara; demos gracias al trabajo que tenemos y deseemos a los
demás igual suplicio laboral, y que sean todos los demonios con quienes
pretendan escapar a la pobreza material sin trabajar. Amén». Las pobres
autoridades, tan necesitadas de poder o notoriedad, encuentran muy
allanado su camino con tales jaculatorias: solo tienen que jurar
ceremoniosamente que fortalecerán la institución del trabajo para luchar
contra la pobreza, doblando los recursos para nuevos megaproyectos
industriales.
Como este escrito es un artículo de opinión que exime de rigor
científico, propondré, a modo de juego argumental, que la causa de fondo
de la pobreza material no está en la falta de trabajo, sino en la misma
institución del trabajo y que atacar seriamente aquella exigiría
arremeter contra esta. Lo haré valiéndome de algunos tientos enlazados:
1) Lo que llamamos trabajo es una idea, más precisamente, una
creencia institucionalizada. Como tal, es del mismo tipo que la creencia
cristiana de la eucaristía, o que la creencia protestante en la
predestinación, o que la creencia hindú en el samsara o ciclo de las
reencarnaciones, o que la necesidad de corazones humanos para el Quinto
Sol de los aztecas. Las consecuencias prácticas para la gente de unas u
otras creencias son bien diferentes, pero en todas partes las
instituciones se configuran haciendo honor a una cierta creencia,
convirtiéndola en oficial y facilitando la prominencia de un cuerpo de
administradores de la misma. En cada civilización se entiende que la
continuidad del mundo o su salvación depende de que se dé cumplimiento a
las exigencias que se supone que derivan de su creencia entronizada.
Así las castas en la India, las guerras floridas de los aztecas, la
Inquisición católica, el ascetismo intramundano de los calvinistas, etc.
2) La creencia hegemónica de la civilización occidental es que la
humanidad toda viene huyendo desde el principio del hambre y otras
carencias físicas, que a esto se ha dedicado determinantemente, aunque a
menudo se ha engañado a sí misma creyendo que se dedicaba sobre todo a
cumplir ritos y credos religiosos. Y que viene logrando, con diferente
éxito, escapar a la necesidad material gracias a algunas actividades
humanas, las que llamaron “trabajo” (tripalium) los primeros
economistas hace un par de siglos. Ha sido tal el éxito arrollador de
esta idea propagada por la escuela filosófica de los economistas, que
quizá ya no quede ninguna persona hortelana, pastora, alfarera, tornera o
albañil que dude que las singulares actividades que cada una hacen, y
sus distintas implicaciones, son en esencia la mismo, trabajar.
4) La entronización de esta idea de los economistas avoca a que los
mejores talentos y energías sean puestos al servicio de grandes
organizaciones hipertecnificadas, porque se asegura que son más
progresadas o productivas. Así mismo, la concentración de poder –público
o privado- se legitima en el supuesto de que es bueno para el progreso
tecno-industrial y el crecimiento de Producción, que se logra, como es
generalmente creído, con más y mejor trabajo. Ello constituye, con toda
consecuencia, el evangelio del trabajo y la religión de la máquina, como
afirmó Lewis Mumford.
5) La creencia en el trabajo y la producción como medios para escapar
a la necesidad material se ha mostrado inmune, hasta ahora al menos, a
contundentes evidencias de que muchas de esas actividades no solo no
crean recursos materiales, sino que los dilapidan o los destruyen. Así
el despilfarro de petróleo, el empleo de química agrícola que desertiza
la tierra y envenena el agua, toda la industria militar, o buena parte
de la minería, que devasta territorios para que, por ejemplo, los niños
tengan pilas en sus cacharros matamarcianos y los papás 4×4 para ir al
súper a por comida industrial plastificada.
5) En coherencia con el dictado de tal noción de trabajo, las
políticas públicas se diseñan para premiar a quienes hacen actividades
clasificadas como trabajo, o contribuyen a que se hagan, y penalizar a
quienes no las hacen. Nadie es libre de justificarse hoy al margen del
trabajo, como no escapan al samsara los hindúes, o a la condenación
eterna los pecadores cristianos. Nuestro orden del trabajo exige que los
poderes públicos preserven un reducto de población con carencias
materiales, que varía según las coyunturas y las regiones en extensión y
gravedad. Es una de las varias estrategias para garantizar la sumisión
del conjunto de la ciudadanía al trabajo, que para eso es el cauce
principal de reconocimiento social y puerta de entrada a los derechos
del llamado Estado de Bienestar. Afirmar que las políticas públicas
amparan el mantenimiento de un estado de pobres materiales parece
inverosímil, o que se desliza hacia una interpretación conspiratoria o
maquiavélica. Pero si le damos la vuelta ya no parece tan conspiratorio:
el orden institucional premia todo aquello que pasa por ser trabajo o
por contribuir al mejor trabajo, lo que supone desatender, rebajar y, si
es el caso, castigar todo lo que se cree que no lo es o que no
contribuye a mejor trabajar.
6) La realidad de los subsidios de desempleo ilustra sobre el castigo
organizado para proteger la institución del trabajo. Ahora son
llamados rentas mínimas o ingresos mínimos vitales, pero siguen siendo
diseñados para penalizar a todas las personas que no pueden acreditar
que trabajan como es debido. Tal penalización, debido al avance de la
técnica burocrática, se logra hoy de modo mucho más insidioso y ubicuo
de lo que la Inquisición pudo nunca perseguir el descreimiento
celestial.
7) La propuesta de la Renta Básica Universal, que defendemos en la
asociación Andalucía por la Renta Básica Universal, adquiere pertinencia
cuando se rechaza la creencia en el trabajo y la producción. Porque es
un derecho desvinculado de la situación laboral y patrimonial de las
perceptoras.
Si estos tientos argumentales fueran verdaderos, la protección
pública de que goza el trabajo y los subsidios no solo no remediaría la
pobreza material, sino que sería su garantía de continuidad. Una mirada
de pájaro a medio siglo largo de vigencia de estas políticas parecería
darnos la razón, porque ese tiempo llevan aplicándose y la pobreza
material y el sometimiento al trabajo no han dejado de crecer. Pero debe
haber otras causas para explicar esta paradoja, que sin duda la
escrupulosa ciencia económica podrá descubrir. Ya advertimos que este
escrito carece de rigor, así que no lo tomen en serio, pues lo que es de
rigor es que el trabajo no es una creencia. Precisamente, si algo
caracteriza a nuestra civilización es haber superado todas las creencias
para dedicarse al trabajo. Da miedo pensar qué ocurriría si la
humanidad dejara de trabajar: sería el apocalipsis. Menos mal que siguen
ahí los sindicatos y nos recuerdan en sus pancartas la santidad del
trabajo. ¡A trabajar!, o a superar las oposiciones a pobre exigidas para
cobrar el Ingreso Mínimo Vital.
Antropólogo. Profesor de la Universidad de Sevilla.
https://portaldeandalucia.org/opinion/la-institucion-del-trabajo-y-la-administracion-de-la-pobreza/