¿Qué hay de nuevo, viejo?
Bugs Bunny
Una vez más, con motivo de la convulsión producida por el
llamado “proceso” de Cataluña a la independencia, vuelve a ser
pertinente la pregunta que se hicieron muchos de nuestros antepasados en
situaciones parecidas: ¿quiénes somos los españoles? ¿Qué es España? La
respuesta parece sencilla, pero no lo es. Lo deseable sería decir que
España es una parte del planeta tierra habitada por personas que han
decido vivir en común bajo un sistema político que garantiza su
convivencia; sin embargo, la memoria nos dice que han existido y existen
múltiples dificultades para que tal propósito sea o haya podido ser una
realidad. Varias guerras civiles, múltiples golpes de estado, longevas
dictaduras y estados de excepción, represión recurrente de las clases
populares, gravísimas desigualdades sociales, son algunas de las
manifestaciones que han provocado que la convivencia entre españoles no
haya podido ser placentera.
En esa cadena de complicaciones hay que situar también las
dificultades habidas para instituir un modelo estable que haya servido
para armonizar las relaciones entre los habitantes de los distintos
territorios. Por todo lo anterior, no han sido pocos los intelectuales
que han usado calificativos pesimistas para definir este país: Macías
Picavea hablaba del problema nacional, Ortega de la España invertebrada,
Machado de dos Españas, Laín Entralgo de España como problema, Linz de
ocho Españas, Álvarez Junco la identifica como una madre dolorosa, etc.,
etc. Ante tanta decepción, ellos y otros muchos, periódicamente,
hablaron y se siguen hablando de “regeneración”, de la necesidad de
reinventar el país, de partir de cero.
Ha habido a lo largo de la historia española muchos intentos para
romper ese “bucle melancólico”. El último ha sido el de la Constitución
de 1978 en cuyo articulado se reconocía la “indisoluble unidad de la
Nación española” por un lado y, por otro, “el derecho a la autonomía de
las nacionalidades y regiones que la integran”. Parecía una fórmula
definitiva para armonizar pueblos y territorios dentro del Estado, y así
lo fue hasta que, cuarenta años después, parecen obsoletos los
principios de concordia y solidaridad recogidos en el artículo 2 y falaz
aquella disyuntiva entre la “Nación” española con N mayúscula y las
“nacionalidades” con n minúscula con la que se definía a algunas de sus
regiones.
Hoy, en la coyuntura de un cambio sistémico económico y social de
carácter global, las diversas interpretaciones de qué es España y de lo
que deba ser en el futuro giran en torno al concepto de “nación”. Para
unos no hay más nación que la española; para otros, naciones son
Cataluña, Euskadi, Galicia o Andalucía y, como tal, tienen derecho a
ser reconocidas y construir su propio Estado. Quienes tratan de
armonizar la realidad plural española de forma federativa o
confederativa hablan de España como “nación de naciones”.
¿Qué hay detrás del “escurridizo” concepto de nación? La literatura
científica sobre el asunto es extraordinariamente amplia, habiendo
alcanzado un muy avanzado grado de sofisticación tanto empírica como
analítica. Lo primero que hay que tener en cuenta del concepto “nación”
ha tenido distintas acepciones a lo largo del tiempo. En España, como en
otros países, no aparece en el Diccionario de la Real Academia Española
hasta 1884 y se define como Estado; también como territorio y como el
conjunto de habitantes de un país regido por un mismo gobierno. Esto no
quiere decir que la palabra no existiera o no se usara con anterioridad.
Existió y se concibió de una manera bien diferente: en la Edad Media,
“nación” o “patria” hacían referencia al lugar concreto donde se había
nacido, a la tierra que se labraba, al linaje familiar. De esta manera
se hablaba de un nacional de Girona o de otro de Almendralejo. De ahí
que no sirva de nada rastrear los orígenes de la patria en tiempos muy
remotos. En los siglos modernos, especialmente en el siglo XVIII, la
idea de nación amplía su enfoque espacial, al incluirse en ella al
conjunto de los súbditos del monarca que pretende irradiar su poder
absoluto a todos los puntos del territorio, sirviéndose para ello de una
aristocracia guerrera y de una burocracia que dotara al sistema de
eficiencia recaudatoria y legitimación política.
Ese Estado despótico que consagraba privilegios aristocráticos y
eclesiásticos, y conculcaba las instituciones locales fue combatido por
un pueblo que se otorga a sí mismo el título de “la Nación”; un pueblo
con voluntad y capacidad para ejercer la soberanía de forma libre e
igualitaria, de “independizarse” de las ataduras que les impedía
desarrollar un vida próspera y en libertad. Así, la Constitución de 1812
definía la nación española de forma simple y abierta como “la reunión
de todos los españoles de ambos hemisferios”; la de 1869 como la reunión
democrática de los nacidos en España; la misma voluntad “nacionalista”,
en un contexto nada propicio que la hizo inviable, se recoge en la
Constitución de 1931 que definía España como una “República democrática
de trabajadores de toda clase”. En todas ellas, el protagonismo político
de los individuos, fueran las que fueran sus peculiaridades étnicas,
estaba ampliamente reconocido. Nace así, un tercer concepto de nación.
En toda Europa, sin embargo, a finales del siglo XIX, la “nación”
empieza a adquirir su sentido actual, entendiéndose como un sistema
institucional dotado de vida propia, con unos rasgos específicos e
inmutables. En España, en 1884, Cánovas del Castillo decía que la nación
española era cosa de Dios o de la naturaleza, pero no una invención
humana. El nacionalismo se convertía así en una “religión política” y
como tal, a imitación de la vaticana, requería de sus oráculos,
intérpretes y pastores. Dicho de otra manera, el concepto popular o
republicano de nación descrito por Rousseau, Sièyes, Suart Mill o
Mazzini había sido útil para acabar con el Antiguo Régimen pero,
consolidado el régimen capitalista y asegurada la propiedad privada, la
libertad de elección que había promovido la revolución comportaba el
riesgo de arrollar el sistema por la desafección de la mayoría, de las
clases populares, como se comprobó fehacientemente en la Comuna de París
de 1871 o en la República española de 1873.
Como es sabido, la influencia de la filosofía alemana, Hegel, Fichte,
Meinecke, etc., fue decisiva para cimentar la visualización de los
pueblos en naciones, para que la nación dejara de entenderse ya no como
pueblo sino como el espíritu del pueblo; un espíritu que podía
rastrearse desde tiempos inmemoriales siguiendo una cadena de rasgos
étnicos, raciales, culturales, históricos, etc., cuya trayectoria futura
estaba preestablecida. Fue un trabajo arduo pero eficaz. En 1925, la
Real Academia Española incorpora esa noción étnico/organicista al
definir la nación como el “conjunto de personas de un mismo origen
étnico y que generalmente hablan un mismo idioma y tienen una tradición
común”. El derecho a construir el país dejó de ser personal y civil para
convertirse en el derecho nacional a construirse, agredir, colonizar,
autodeterminarse, etc., siguiendo las órdenes del gran jefazo
patriótico.
Fueron muchos los estudiosos que aportaron su granito de arena a la
edificación de la metafísica nacionalista española. El prototipo fue
Menéndez Pelayo para quien España era “una nación de teólogos armados”.
Los pastores de la nueva religión salieron, obviamente, de entre las
clases oligárquicas o de sus testaferros civiles y militares,
especialmente de estos últimos, tradicionalmente vinculados a la
aristocracia, la propiedad de la tierra, la defensa del “orden” y la
administración pública. El aristócrata, político, novelista y
terrateniente cordobés Juan Varela lo dejaba bien claro al opinar que
los generales debían cumplir una función directora de la sociedad debido
a su “mayor rectitud, solidez y claridad de juicio”. De la rectitud y
claridad de juicio de los generales españoles recibirían cumplida cuenta
los españoles durante las dictaduras de Primo de Rivera o de Franco.
La primera gran cuestión que ha ocupado a los estudiosos del
nacionalismo es comprobar si los rasgos perennes y los hechos
constitutivos descritos estaban basados en datos reales y contrastados.
Por supuesto, para los intelectuales “primordialistas” como Hastings o
Geertz y para los historiadores nacionalistas, no había duda de ello. La
nación española, en concreto, creció siguiendo una secuencia de
acontecimientos heroicos en defensa del honor patrio y de la verdadera
religión. Los héroes españoles en los libros de texto han sido Pelayo y
el Cid, Fernando III el Santo, los Reyes Católicos; los conquistadores
de América y los tercios de Flandes que hicieron posible que en el
imperio español nunca se pusiera el sol; santos como Ignacio que
propagaron la fe de Cristo; los héroes que combatieron a los franceses
en la guerra de Independencia, etc., etc.
Encontramos teóricos más serios, como Anthony Smith, que admiten una
cierta base étnica sobre la que se construyeron los nacionalismos. Sin
embargo, existe un amplio consenso entre la comunidad científica
–Anderson, Hobsbawm, Benedict, Gellner, Kedourie, Armstrong, Máiz, entre
otros- para decir que el nacionalismo es un “contructo”, una
reconstrucción del pasado por parte de quienes, seleccionando
acontecimientos y valores culturales aislados, despreciando otros que no
encajan en su concepción, forzando una intencionalidad que los
antepasados no tenían, utilizan la historia como una arma para acceder
al poder político en tiempo presente. En unas pocas palabras: la nación
es una invención interesada de los nacionalistas.
Los cuarenta años que antecedieron a la primera guerra mundial en
1914 fueron una fábrica de construir nacionalismos y nacionalistas en
toda Europa (la consecuencia fue, precisamente, la guerra). Monumentos,
tumbas, banderas, himnos, fiestas conmemorativas, desfiles, manuales,
novelas y operetas se crearon por doquier para levantar el espíritu
patriótico. Fueron un antídoto contra el internacionalismo proletario,
una adormidera capaz de forzar una influencia emotiva sobre los pueblos
cuyo propósito era neutralizar los conflictos de clase. En el
nacionalismo español, la memoria de la guerra de la Independencia de
1808 cumplió ese papel a pesar de que bien puede ser considerada también
como una guerra civil; la derrota “con honra” infringida por Estados
Unidos en 1898 y el regeneracionismo subsiguiente fueron una importante
inyección de patriotismo, un paso adelante en la configuración del
nacionalismo español y en la búsqueda de soluciones quirúrgicas para los
males del país.
Sin embargo, puestos a inventar tradiciones, nada impedía que dentro
de España, en base también a reales o supuestas historias y rasgos
étnicos, culturales y lingüísticos, victimismos y agravios, otros
nacionalistas iniciaran la aventura de la propia construcción nacional:
Almirall, Prat de la Riba, Cambó, entre otros, son los padres del
catalanismo; Sabino Arana construye las bases ideológicas del
nacionalismo vasco; Blas Infante, Blasco Ibáñez o Castelao hacen lo
mismo en Andalucía, Valencia y Galicia.
Como Menéndez Pelayo, cada prócer nacionalista fue construyendo al
mismo tiempo un mito y una fuerza política. Según el mito de Túbal, los
vascos son el pueblo elegido por Dios porque descienden directamente de
Noé; la derrota del ejército austracista y la implantación de la
dinastía Borbón en 1714 es tomado como referencia de un irredentismo
catalán que no tiene en cuenta, por ejemplo, la intervención de tropas
catalanas al servicio del rey francés o que Cataluña se convierte en la
región más rica del país con los odiados borbones; el andalucismo de
Blas Infante sacralizó al pueblo andalusí sin que ni él ni los andaluces
de su tiempo conservaran de ellos más que las piedras y los arabescos
dejados tras su expulsión. Más que desmontar tales mitos, lo que
interesa aquí es preguntarnos cuándo se incorporaron esos mitos al
acervo nacionalista y por qué algunos de ellos, el catalán y el vasco en
concreto, se convirtieron en fuerzas políticas que terminarían teniendo
una enorme trascendencia en la vida del país.
Aplicando estrictamente la teoría podría pensarse que los
nacionalismos periféricos españoles aparecen como reacción al Estado
centralista, con sede en Madrid, pero no es así, la reacción al
centralismo durante tres cuartas partes del siglo XIX no fue el
nacionalismo periférico sino el foralismo carlista y el municipalismo
juntero, republicano y federal. Hacia 1855 Marx decía que España era “un
conglomerado de repúblicas mal regidas por un soberano nominal al
frente”. Fue el “nacionalismo obligatorio” español inventado por la
Restauración borbónica de 1875 el que abrió la caja de Pandora del “café
para todos” nacionalista que vino después.
Dos razones explican tal hipótesis. Una ha sido catalogada como la
“débil nacionalización” de la cultura española a lo largo del siglo XIX.
Como ha analizado De Riquer, vehículos de civismo e inmersión nacional,
como el sistema escolar o el servicio militar, no cumplieron ese
objetivo; en el primer caso, porque el presupuesto escolar nunca fue
suficiente, porque, hasta 1903, se dejó a los municipios la
responsabilidad de crearlas, porque iniciativas como la Institución
Libre de Enseñanza o ideas regeneracionistas como las de Rafael
Altamira, por ejemplo, no fueron más que gotas en el océano. Igualmente,
el servicio militar que servía en otros países como elemento de
cohesión social y cultural era utilizado en España como instrumento de
control político de las clases populares que formaban en exclusiva la
“clase de tropa” al quedar exentos los hijos de las familias burguesas
tras pagar la “cuota” estipulada.
El Régimen de Cánovas cortó de raíz cualquier intento de promover
lazos identitarios de abajo arriba, pero no bastó con eso. Como
correspondía a los intereses oligárquicos que defendía delegó en la
Iglesia y en el Ejército la función de conformar el “espíritu nacional”;
es decir, delegó funciones en dos corporaciones con intereses propios y
ajenos al bien común, firmemente dispuestas a ocupar el Estado para su
provecho. Es decir; a la “débil nacionalización” de la cultura española
se le une la aparición de un nacionalismo impostor e inventado (el
nacional-catolicismo no fue solo del franquismo) que hace que el
antimilitarismo y el anticlericalismo entren a formar parte de la
cultura del pueblo español (la rebelión en Barcelona contra el embarque
de reservistas a la guerra de África y el simultáneo asalto a iglesias y
conventos durante la Semana Trágica en 1909, fue un conocido ejemplo) y
que ofrece la oportunidad para que otros nacionalistas se fueran
haciendo un hueco en el panorama político, empleando, como digo, un
“repertorio étnico” también inventado para empoderar sus propuestas.
Pero un enfoque del nacionalismo que ponga el exclusivo acento en el
“haber” de los pastores adolece de un efecto principal: no explica para
nada por qué el “rebaño” se deja convencer y participa de mitos,
victimismos y proyectos imperiales o secesionistas. Para resolver esta
cuestión no interesa saber qué es el nacionalismo sino cuándo surge,
cuándo ese “repertorio étnico heredado” despierta como una “bella
durmiente” y se convierte, como dice Máiz, en “capital ideológico
nacionalista”.
En Europa, los nacionalismos étnicos aparecen en el último cuarto del
siglo XIX en el contexto de una crisis del capitalismo liberal y de
contestación de las clases populares, y ante la necesidad del sistema de
abrir una vía nueva, una nueva estructura de acumulación, que será la
de la concentración del capital, la expansión imperialista, la irrupción
de una nueva oleada tecnológica e industrial. La era de la vieja
cooperación en los mercados que predicaba el liberalismo dio paso a otra
que duraría hasta la segunda guerra mundial y que Maddison llamó la era
de “perjudicar al vecino”, forma rotunda de expresar una competencia
entre naciones, entre nosotros y ellos, que requirió grandes consensos
“nacionales” y dejaría millones de muertos tras las respectivas
banderas.
España vivió las mismas incertidumbres que el resto de los países
vecinos en el último cuarto del siglo XIX y buscó también formas de
salir de la crisis y subir varios peldaños en el desarrollo de sus
fuerzas productivas. Pero España no era una gran potencia como
Inglaterra o Francia, ni una potencia emergente como Alemania, era un
viejo imperio en retirada que pronto perdería sus últimas posesiones en
1898. España no pintaba ya nada en la configuración de lo que
Wallerstein ha llamado la economía-mundo. El proyecto español debía ser,
por tanto, más modesto, de andar por casa. Fue Cánovas del Castillo
quién diseñó las bases de la nueva estructura de acumulación que los
historiadores han llamado el “nacionalismo económico español”. Hacer
nación –decía- es proteger el mercado nacional de injerencias foráneas y
hacer que las distintas regiones se comprasen y vendiesen entre sí
aquellos productos en los que se habían especializado. Cataluña era la
“fábrica de España” dedicada de antiguo en la producción de bienes de
consumo; el País Vasco, en bienes de equipo, las dos Castillas, regiones
agrarias; Andalucía agraria y minera; Madrid fue la base de operaciones
del capital político, financiero y especulativo.
Solo esta descripción basta para imaginar las tensiones regionales
derivadas de las desiguales relaciones de intercambio entre productos
agrícolas, industriales, terciarios y financieros. Y, efectivamente; lo
que empezó siendo un planteamiento típicamente smithiano, se convirtió
pronto en una carrera hacia el poder de los distintos grupos productores
para obtener de los gobiernos ventajas preferentes en un mercado
ocluido. En esa carrera se adujeron méritos, agravios y argumentos
diversos sobre qué productos, qué sectores y qué regiones debían tener
preferencia; llegado a ese punto, la rivalidad mercantil y política
adquiría dimensiones mayúsculas porque amenazaba con hacer saltar por
los aires las relaciones del dominio burgués en las distintas regiones,
dominios basados en las arquitecturas institucionales específicas que
definían los diferentes capitalismos existentes en el país.
Para no gastar demasiado espacio en aclarar esto, piénsese solo en
las diferencias existentes, por ejemplo, entre Cataluña y Andalucía; el
capitalismo catalán se ha caracterizado por ofrecer una mayor
disponibilidad de los recursos de capital en todas sus modalidades
(físico, político, humano o social) para cimentar, como decía Pierre
Vilar, una economía que ha ofrecido beneficios “liliputienses” pero
generalizados. Por el contrario, en Andalucía, el control oligárquico de
los recursos ha sido una constante desde la conquista castellana en el
siglo XIII hasta la actualidad. Utilizando la terminología de Acemoglu,
el catalán es un capitalismo relativamente “inclusivo” mientras que el
andaluz es claramente “extractivo”. La rivalidad entre esos dos modelos
de acumulación de capital se expresó fundamentalmente en función de las
diferentes maneras en que sus respectivas burguesías entendieron el
hecho nacional. La diversidad nacionalista en España es, por tanto, en
última instancia, el producto de una rivalidad entre capitalistas.
Continuemos con el hilo histórico. Los capitalistas españoles querían
mercados en términos ventajosos y, para ello, necesitaban ocupar el
Estado, para los cual exhibieron distintos tipos de armas. La vieja
aristocracia, la clase terrateniente, las elites rentistas instaladas en
la capital, detentaban el poder y contaban con las “esencias” patrias
proporcionadas por el ejército, vanguardia de la hispanidad y fiel
componedor de las relaciones de clase. A las burguesías vasca y catalana
no les quedaba otra alternativa que identificar sus intereses con los
de la región y, en consecuencia, fomentar iniciativas políticas que
hicieran visible tal compromiso. Como dice De Riquer: “Aixó, els
burgesos catalans, després del 98, es veuen en la necesitat de fer
política d´una manera diferent”.
Los historiadores nos han ofrecido
algunas de las vías empleadas en ese proceso: una de ellos era la
connivencia de los partidos dinásticos aparentemente rivales a la hora
de defender en las Cortes proposiciones de leyes que concernieran a sus
territorios; otra, la creación de entidades patronales Fomento del
Trabajo Nacional creada en Barcelona en 1889 o la Liga Vizcaína de
Productores, 1894; la más decisiva fue la confluencia de viejos
enemigos, federales y carlistas, en partidos o plataformas políticas
regionalistas o nacionalistas. En Vizcaya, el ultramontano carlista
Sabino Arana constituye el PNV en 1895. En Cataluña, como ha descrito
Ángel Duarte, el municipalismo federal de tanta influencia entre las
clases populares llegó a 1900 completamente regionalizado – Almirall
cuando publica Lo Catalanisme en 1886- como una reacción al
Régimen caciquil y centralista de la Restauración; la pérdida del
mercado de Cuba en 1898 está en el origen de la creación de la Lliga
Regionalista en 1901; ambos grupos junto a los carlistas constituirían
Solidaritat Catalana en 1906 que obtendría rotundos éxitos en las
siguientes elecciones. Ha de tenerse en cuenta, además, en el arranque
de los nacionalismos periféricos el hecho de que tanto Vizcaya como
Cataluña, como regiones industriales, afrontaron problemas de gran
magnitud como una fuerte inmigración a minas y fábricas y,
especialmente, la odiosa realidad de la lucha de clases y la aparición
de las ideologías anarquistas y socialistas. El nacionalismo etnicista,
además de antídoto contra-revolucionario , contribuía a segmentar el
mercado de trabajo entre nativos y foráneos y, consiguientemente, a
dividir el movimiento obrero –recuérdese aquí la participación de los
carlistas en los sindicatos libres afectos a la patronal para combatir a
la CNT-.
En definitiva, el proyecto estatista “de hacer nación” diseñado por
Cánovas desencadenó no la unidad sino la diversidad de naciones
españolas. Sin embargo, España no se rompía porque a todos los intereses
en presencia se les brindó la posibilidad de triunfar en el bonito
deporte de la búsqueda de rentas cerca del poder. Los siderúrgicos
vascos consiguieron importantes contratos del Estado e imponer sus
hierros en el mercado interior a precios de monopolio. Los aranceles
proteccionistas, en especial el de Francesc Cambó en 1923, líder de la
Lliga, y ministro de Hacienda, garantizaron no solo la exclusividad del
mercado para los productos catalanes sino también una paridad ventajosa
en las relaciones de intercambio entre productos industriales y
agrarios. La banca española, cerca de la Corte, consiguió en 1921 una
Ley de Ordenación Bancaria que le aseguraba el numerus clausus.
Una vez superados momentos difíciles de los años treinta y la guerra
civil, el franquismo trató de recuperar el equilibrio canovista en
beneficio de “todos”. Los militares en nombre de la “raza” española se
convirtieron en la “columna vertebral” del país; el clero vaticano se
incrustó en la médula misma del Estado español; los grandes propietarios
agrícolas del sur perpetuaron la explotación inmisericorde de los
jornaleros; Madrid y su establishment siguieron siendo la banca
que repartía las cartas de la baraja; los industriales vascos y
catalanes acumularon capital gracias al terror institucionalizado y,
sobre todo, a mantener la exitosa estrategia de ejercer lo que se ha
llamado un “doble patriotismo” o “nacionalismo bipolar” consistente en
conservar la llama viva del nacionalismo regionalista por un lado (las
patronales siguieron teniendo vida propia al margen del Sindicato
Vertical) y en reclamar la reserva en plenitud del mercado nacional
español por otro. En ese contexto, no hizo falta despertar a la “bella
durmiente”, y mucho menos cuando, rompiendo el equilibrio expresado, el
Estado franquista e siguiendo las teorías del desarrollo desigual
vigentes en los años cincuenta y sesenta concedió a Cataluña el preciado
don de contar con cientos de miles de emigrantes andaluces y de otros
puntos de España que constituyeron la base del moderno desarrollo
catalán. No solo de Cataluña, sino también de Madrid y de las entonces
llamadas provincias vascongadas; es decir, de los tres polos del
nacionalismo en España. Entre 1940 y 1973 la participación de Madrid, el
País Vasco y Cataluña en el PIB español pasó del 33,1 al 42,3 por
ciento.
Algo empezó a cambiar sin embargo a partir de finales de los sesenta,
a medida que los mercados se fueron abriendo, la crisis del petróleo
planteó graves problemas al tejido industrial, el movimiento obrero dio
muestras de vitalidad y de fortaleza política, la oposición pasaba
factura a un Régimen cuartelero y el franquismo sin Franco perdía sus
esencias e intentaba transfigurarse en otra cosa. La situación se
complica aún más con las reconversiones industriales de los años
ochenta, la entrada en el Mercado Común en 1986, la adopción de la
moneda única europea en 1999, la “financierización” económica, la
deslocalización y globalización productiva. En ese contexto, salvo para
los empresarios que tenían en el mercado interior español a sus mejores
clientes, empieza a ponerse en cuestión el viejo “nacionalismo bipolar”
al que ya se ha aludido; la reserva del mercado interior ya no es
posible y las incertidumbres dimanadas de la inserción en la economía
global requieren de refuerzos identitarios para crear consensos y hacer
más competitivas las distintas economías. La “marca España” es el lema
utilizado por el gobierno central, mientras los nacionalistas
periféricos vuelven a despertar la “bella durmiente” –ahora con las
competencias autonómicas a su favor- para sacar ventaja de sus
relaciones con Madrid. Los gobiernos del PSOE y del PP con Convergencia y
Unión y con el Partido Nacionalista Vasco, además de tapar escándalos
como el de Banca Catalana, contribuyen en gran medida a ese propósito.
En términos de Muñoz Molina, sin embargo, todo lo que parecía sólido
se desmorona a partir de 2008. La crisis financiera desemboca en una
crisis sistémica cuya única salida, hasta el día de hoy, es el
reforzamiento de las mismas instituciones y estructuras de recompensas
que construyeron los causantes de la crisis: supremacía de la economía
financiera sobre la productiva (en España, de Madrid sobre Barcelona),
mercados globales aún más abiertos (y lo serán más con la TTIP),
influencia de las grandes corporaciones empresariales sobre los
gobiernos (cuando no el gobierno directo de las grandes corporaciones),
devaluación y precarización del factor trabajo, recortes en el Estado
del Bienestar, etc.
En el contexto mencionado, y refiriéndome en concreto a Cataluña y a
su relación con España, lo que antes era un salvavidas ahora son unos
grilletes en los tobillos. Los diversos sectores nacionalistas
catalanes, liberales, republicanos, carlistas, vuelven a encontrarse,
como en la Solidaritat Catalana de 1906, en el Junts pel Si en 1915,
cada uno de ellos con sus respectivos intereses pero todos intentando
apuntalar esa “peculiar y explosiva combinación de intereses y lazos
afectivos” que, según Rothschild, son los nacionalismos etnicistas. Para
los liberales, lo que importa fundamentalmente es el ajuste del
capitalismo catalán en la economía-mundo, para lo cual la competitividad
es clave, y la clave de la competitividad es reducir tanto los costes
de transacción gracias la unanimidad como los costes unitarios y
sociales de lo producido. De ahí que estén de acuerdo en aplicar las
“reformas laborales” y los recortes dictados desde Madrid y ampliados
desde la Generalitat, pero están en desacuerdo frontal en las
inversiones y la competitividad catalana sean lastradas por la
solidaridad con las regiones pobres de España. Este último punto ha sido
clave para crear la adhesión inquebrantable de una parte de las clases
medias y trabajadoras catalanas preocupadas por la caída de sus niveles
de bienestar –Cataluña, como el conjunto de España, ha retrocedido ocho
puntos porcentuales entre 2009 y 2013 con respecto a la media de la
Unión Europea en PIB per cápita-, y en las que ha hecho furor el lema
falaz de “España nos roba”. Por su parte, la escasez de trabajo y la
precariedad del existente vuelven a hacer de la componente lingüística y
cultural la base de la segmentación de los mercados de trabajo en favor
de los inmersos en las redes clientelares nacionalistas. Todos esos
factores han contribuido a hacer popular la irresponsable dicotomía del
nosotros/ellos que entusiasma a los políticos nacionalistas.
Pese a todo, en las elecciones plebiscitarias del 27-S, el voto
etnicista solo alcanzó el 39,5% en toda Cataluña, especialmente en
pequeñas poblaciones y zonas rurales en las que hace ciento cincuenta
años dominaban los carlistas, siendo considerablemente menor en grandes
núcleos de población, en barrios obreros y cordones industriales donde
habitan los hijos y nietos de aquellos “otros catalanes” que conocieron
de primera mano las dificultades de inserción en el hecho diferencial.
Por eso, suena a impostura que Romeva coreara “somos un pueblo” la noche
electoral y suena a ridículo que con el 47 o poco más de los sufragios,
el historiador y electo Oriol Junqueras se refiriera a aquel momento
como un paso trascendental en el destino histórico de Cataluña. Podría
ser útil recordar al respecto las siguientes palabras de Paul Valery:
“La Historia –la mala historia española, catalana o andaluza, añado- es
el producto más peligroso que la química intelectual haya inventado.
Suscita sueños, embriaga a los pueblos, les hace engendrar recuerdos
falsos, exagera los reflejos, alimenta viejas heridas, los atormenta
durante el reposo, los lleva al delirio de grandezas o al de la
persecución y hace que las naciones se agrien y se vuelvan insoportables
y vanas”.
El procés, sin embargo, no se para gracias a la mayoría
parlamentaria obtenida por la ley D´hont y a la suma de los
parlamentarios de la Candidatura de Unidad Popular (CUP), una fuerza
asamblearia que se define como anticapitalista. Su estrategia política
me parece de libro; al igual que en la Revolución Francesa, la CUP está
aprovechando la “rebelión de los notables” y la emoción rupturista
encabezada por neo-liberales como Mas para llevar el proceso a la
consecución de metas políticas y sociales que asumen las izquierdas en
cualquier parte del mundo: recuperación del Estado del Bienestar,
nacionalizaciones, mínimos vitales asegurados, etc. La insistencia de la
CUP en la ruptura con España pone a Mas ante la obligación de seguir
siendo fiel a su destino como conductor de los catalanes a la tierra
prometida. La independencia es para la CUP una esperanza de ser
influyente en un Estado más pequeño y manejable. Tal estrategia me
recuerda uno de los primeros congresos de la socialdemocracia alemana
todavía en vida de Karl Marx, cuando centró su objetivo en hacer la
revolución proletaria “dentro de la patria alemana”. Creo que Marx murió
poco después del disgusto.
¿Lo conseguirá la CUP o será uno más de los brindis al sol que la
izquierda ha hecho en los últimos cuarenta años? ¿Se harán realidad sus
pretensiones o espantarán a la burguesía catalana echándola en brazos de
los “españoles” como ya ocurriera en su guerra con los carlistas en el
siglo XIX, en el recurso a los pistoleros de Primo de Rivera y a
Martínez Anido en su lucha contra los anarco-sindicalistas en los
primeros años veinte o al liberador Franco en 1939? No se sabe todavía;
como tampoco se sabe, yo al menos no lo sé, de qué se quiere
independizar la CUP. ¿De la España de Rajoy? En esos estamos muchos que
lo consideramos el principal responsable de la situación actual. ¿De
España? En eso coinciden con los directivos de las grandes corporaciones
y con los que transfieren su dinero a las Islas Caimanes. ¿De todos los
españoles? En eso coinciden con el nosotros/ellos de los nacionalistas
catalanes, a quienes interesa confundir a un jornalero de Marinaleda con
un señor con bigote y mansión en el Sardinero de Santander.
Me pregunto si la CUP conseguirá en su pequeño Estado y sin el
concurso de los anticapitalistas españoles independizarse de lo que
realmente importa, de la tiranía del gran capital. Me pregunto también
si es la conquista del Estado a la manera clásica la mejor manera de
alcanzar esa liberación; me parece previo, si se quiere, reducir aún más
los límites de la acción independentista, releer las tesis federalistas
de gente como Pi i Margall, por ejemplo, o aprovechar las sinergias de
la oleada municipalista en la que participan todos los anticapitalistas
españoles. Para ello hay que estrechar y no romper lazos. De acuerdo con
Ernest Urtasun: “Hem de saber avui trobar les aliances necessàries per
poder guanyar de forma definitiva el Dret a Decidir, i també per
liquidar la cultura política dels hereus del franquisme i ser capaços de
construir un projecte comú amb aquella Espanya que sí val la pena. Que
existeix i que comença a emergir amb moltíssima força”.
En resumen, los nacionalistas han privado a los españoles del derecho
a decidir. Militares, oligarcas y curas nos han dictado cuáles son los
contenidos y los proyectos de la nación española; los nacionalistas
periféricos han dificultado que sus pueblos respectivos superen la
dialéctica nosotros/ellos, cargando de emoción identitaria lo que no ha
sido más que una estrategia eminentemente mercantil. Es hora por tanto
de superar las diferencias lingüísticas, étnicas, inventadas las más de
las veces para obtener rentas políticas y económicas. Es hora de hacer
hablar a los pueblos, a las víctimas del capital en todas sus formas
nacionales o supranacionales. Por eso no puedo sino terminar con una
cita de Theodor W. Adorno: “Lo verdadero y mejor en cualquier pueblo es
más bien lo que no se inserta en el sujeto colectivo e incluso se
resiste a ello”.
Carlos Arenas Posadas
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