Megamáquina agraria y medidas para proteger “el paro”

La bodega, de Blasco Ibáñez es una de las mejores novelas que han narrado la Andalucía latifundista. Está escrita con el detalle de un etnógrafo y el talento de un gran escritor. Retrata la vida y las tensiones sociales de Jerez de la Frontera en el tránsito entre el siglo XIX y el XX. Son memorables las páginas en que nos acerca a las rutinas, faenas y divertimentos (presididos por los señoritos) de las cuadrillas temporeras desplazadas a los cortijos para recoger la cosecha, durmiendo en naves, con pocas diferencias a las naves aledañas para el ganado.

Los campos jerezanos, como buena parte de las vegas y campiñas andaluzas, eran ya entonces grandes extensiones de agricultura muy especializada orientada al comercio exterior. Muchos estudios avalan que esta agricultura de gran escala y monocultivos (desiertos agrícolas les hemos llamado) es muy anterior en Andalucía, desde el siglo XVI, en especial las grandes extensiones cerealeras, que requerían de cuadrillas de segadores, venidos desde lugares tan remotos entonces como Portugal o Galicia, de lo que ha dejado muestras abundantes el cancionero popular. Vemos pues que la agricultura que se hace hoy, hiperespecializada, con comarcas enteras dedicadas a un solo producto, tiene precedentes seculares en Andalucía. Incluso el modo de poblamiento humano que conocemos en las campiñas, en agro-ciudades de muchos miles de seres, separadas por largas distancias de campos despoblados o solo salpicados por cortijadas -hoy en ruinas- para albergar temporeros, son en buena parte producto de esa agricultura de gran escala y externalizada. Una agricultura de vanguardia y muy productiva, sostienen los crecentistas de todos los colores… pero hecha sobre muchos estratos de injusticia social y ambiental.

Algunos estudiosos del agro andaluz hemos sostenido años atrás, siguiendo el marxismo a más o menos distancia, que las grandes concentraciones jornaleras iban a ser una palanca revolucionaria para superar el capitalismo, y celebrábamos incluso que, gracias al mal de la concentración latifundista, esas masas jornaleras acabarían después con el capitalismo. Fue una idealización de las masas jornaleras, que comportaba implícitamente la celebración de la gran escala propia de la megamáquina. Una idealización que le atribuía, como parte de la “clase obrera”, una misión trascendente, de lo que no dejaron de aprovecharse a penúltima hora algunos ahítos de poder, que han podido pasearse, investidos de aura, como líderes de un movimiento jornalero en pos de la colectivización (que nada tiene que ver con los bienes comunes). Pero aquella doctrina marxista se nos aparece hoy como un ruinoso catecismo de ocurrencias en la que la otrora mistérica tesis-síntesis-antítesis deviene en mero galimatías. Al volver la mirada ahora al campo andaluz desde elementales parámetros de justicia, equidad, autonomía y ecología, se ve un panorama desolador: masas de población eventual retenidas en los pueblos, sin propiedad agraria compartida, sin conocimientos para labrarla y sin identidad y memoria del vínculo con la tierra, a la que ven meramente como una oportunidad de ganancia o de jornal; inmensidades hiperproductivas de desiertos agrarios y macrogranjas, vacíos de gente todo el año o solo masificados de mano de obra descualificada durante la cosecha; insumos agroquímicos y biocidas por un tubo, que envenenan el agua al par que la sobreexplotan.

Es la apoteosis del industrialismo, o de la megamáquina, como lo llamó Lewis Mumford, la máquina arquetípica que comienza a construirse con las primeras civilizaciones en las que se consagra el binomio dominantes/dominados. Con esa máquina se construyeron los primeros megaproyectos, las pirámides. No supieron verla los arqueólogos porque no estaba hecha de piezas mecánicas o digitales, sino de seres humanos que habían sido reducidos previamente a piezas o cosas, alienados. Es la condición para que funcione cualquier megamáquina, es decir, toda organización humana en la que unos están en función y al servicio de otros y para fines decididos sin ellos. Esa es la condición esclava, pero también la asalariada (de quien pone “voluntariamente” sus capacidades a disposición de otro a cambio de un salario). La megamáquina de nuestros días continúa fiel a su esencia, aunque evoluciona sustituyendo piezas humanas por mecánicas o digitales, proceso que vemos en los campos andaluces, con segadores, algodoneros, aceituneros… Es el penúltimo paso de su descampesinización y postergación: sus abuelos fueron desposeídos de sus predios y fórmulas de propiedad comunal y degradados a la condición jornalera y eventual, sus padres perdieron el conocimiento vernáculo para labrarla, y ya los eventuales y parados de hoy incluso la memoria del vínculo con la tierra.

Entre todos los dispositivos necesarios para la buena marcha de la megamáquina agraria desertificadora (parte a su vez de la megamáquina industrial), el más importante y el más sofisticado es el que debe garantizar que masivos contingentes de población asalariada eventual sean mantenidos en solícita disposición a acudir a las cosechas intensivas de recolección permaneciendo “aparcados” dócilmente el resto del tiempo en las agro-ciudades. Como la extensión de los desérticos monocultivos intensivos va ganando escala, también debe ganarla el dispositivo que facilita las piezas humanas de esta megamáquina, recurriéndose los últimos años a población desempleada extranjera, regular e irregular. Y antes y ahora, a las medidas gubernativas para proteger “el paro”, que no a la población “parada”. Es esta supeditación de masivos contingentes de personas a los requerimientos de la cada vez mayor megamáquina agraria el aspecto más hiriente de la “productiva” agricultura andaluza. Una exigencia elemental de justicia nos lleva a reivindicar un cambio de rumbo: hacia una escala menor, hacia más autonomía y a proteger a las personas antes que al “paro” y la “producción”.

https://portaldeandalucia.org/opinion/megamaquina-agraria-y-medidas-para-proteger-el-paro/

La Manada intimidante y los tribunales

Las múltiples violaciones llevadas a cabo por La Manada en los Sanfermines de 2016 nos conmocionaron como sociedad, porque ante tantas evidencias la mayoría de las personas empatizamos con la víctima.  ¿De qué estaban hechos esos hombres, uno policía y otro guardia civil, capaces de tratar a una chica de 18 años recién cumplidos como si fuera un simple juguete al que no importa romper una y otra vez? ¿Cuántos más hay como ellos? ¿Están menos seguras que nunca nuestras niñas y las  mujeres  jóvenes por las calles?

No nos habíamos repuesto aún de esa cruel victimización cuando asistimos a otra: el desarrollo del juicio responsabilizando a la víctima al estilo clásico machista. Y tras esto la sentencia considerando que acorralar cinco hombres a una mujer, mucho más joven que ellos y sin posibilidad de escapatoria, no es intimidación. Y con un voto particular que recordaba de manera ofensiva a las películas porno  en las que las mujeres ni sufren ni padecen, las usen como las usen.  ¿De qué están hechas las personas que forman ese Tribunal? ¿De qué estamos hechos en general los y las profesionales del derecho? ¿Pueden confiar las víctimas en el trato que van a recibir por nuestra parte cuando acuden al sistema judicial?

Entre las personas del mundo del derecho se generó también un debate profundo y no pocas veces crispado. El hecho de que nuestra legislación no defina la violencia psicológica facilita que los prejuicios y la concepción del mundo de cada juez y jueza sean los que se plasmen en las sentencias en no pocas ocasiones por encima de la ley.

En mi opinión todas las personas en mayor o menor medida somos machistas - aunque, como en mi caso, se definan como feministas-   porque es esa la cultura en la que hemos nacido y en la que vivimos cada día. Pero además el machismo está muy arraigado en el sistema judicial, que surgió precisamente para mantener el status quo, no para modificarlo y alcanzar la igualdad. No es extraño que se dicten   sentencias que normalicen y no sancionen la violencia psicológica sutil, como es la ambiental, e incluso que normalicen  la no sutil.  No es extraño que algunas  sentencias consideren que crear un entorno coactivo, intimidante, no tiene importancia,  o no vean en concreto ese entorno porque les parece aceptable. Como les parece aceptable a muchas personas  que algunos hombres digan a las adolescentes y jóvenes por la calle que están para violarlas, o que las acorralen para mirarlas bien cuando quieran. Y que otros busquen  en los parques o en las orillas de los ríos a las chicas para masturbarse ante ellas.  Y lo que se ve como aceptable no se identifica como violencia psicológica aunque el legislador lo pretenda y la psicología nos diga rotundamente  que lo es.

Pero lo cierto es que si nos regimos por la Carta de los Derechos Humanos, por nuestra Constitución y por el Código Penal, la intimidación ambiental es una forma de violencia psicológica que está sancionada, y eso es lo que hace el Tribunal Supremo, corrigiendo en lo que puede -lo correcto habría sido acusar por múltiples delitos de agresión sexual- el error de la Audiencia Provincial y del Tribunal Superior de Navarra. Lo que hace es  ni más ni menos que aplicar la ley sobre La Manada intimidante, teniendo en cuenta, además, su propia jurisprudencia anterior. Eso sí, la han aplicado sin prejuicios machistas, como corresponde porque la igualdad no solo es un derecho, también es el principio rector que deben aplicar las administraciones, entre ellas la de justicia. Ya era hora.


El ruido de los batanes


No ha mucho, leyendo a Martí Font (La españa de las ciudades: el estado frente a la sociedad urbana), reparé en la diferencia, confluencia y configuración de nuestra sociedad global entre las sociedades abiertas y cosmopolitas y las sociedades cerradas y homogéneas. 

Las sociedades abiertas y cosmopolitas se desarrollan en los barrios centrales y los sectores más acomodados de las ciudades mundiales, especialmente de las grandes urbes y sus áreas metropolitanas. Sus habitantes resisten mejor el impacto social de la diversidad, viven y trabajan, de hecho, en una realidad multicultural compartida en equipos de trabajo que les permite conocerse, reconocerse, compartir intereses y espacios urbanos comunes y generar modelos de convivencia fluidos. 

Las sociedades cerradas y homogéneas se articulan en los espacios rurales, cada vez más despoblados, y en algunas de las periferias de las grandes conurbaciones, marcadas por niveles más bajos de renta, falta de trabajo, precariedad, segregación social y ocupación de “islas urbanas” de colectivos homogéneos marcados por el orígen, el desarraigo, la emigración, etc. 

Desde entonces, prendido en mi cielo de reflexiones e inquietudes, me acompaña el nubarrón de esta dualidad, no tanto en su ser social, más o menos descriptivo, como en su potente capacidad de alterar el devenir político. 

Hoy Don Quijote, o Cervantes, o Cide Hamete, en su plena, aguda y crítica comprensión del ser humano, me ha traído una hebra desde la que quizá deshilachar algunos tonos oscuros de esta relación abierta y cerrada en nuestro mundo globalizado, que me acompañan con el nubarrón que Martí Font dejó posado sobre mi cabeza. 

En el episodio de los batanes, Don Quijote, tras pasar la noche amedrentado por el ruido, desconocido para él, de unos mazos de batán que golpeaban cercanos y preparado, como esforzado caballero, para afrontar los peligros y aventuras que le esperaban, descrubre el origen humilde y pacífico de tal estruendo. 

Ante las risas y las burlas de Sancho al ver a su señor en tal situación, Don Quijote se dirige a él airado: “¿Estoy yo obligado, siendo como soy caballero, a conocer y distinguir los sones y saber cuáles son de batán o no? Y más, que podría ser, como es verdad, que no los he visto en mi vida, como vos los habréis visto, como villano ruin que sois, criado y nacido entre ellos. Si no, haced vos que estos seis mazos se vuelvan en seis jayanes, y echádmelos a las barbas uno a uno, o todos juntos, y cuando yo no diere con todos patas arriba, haced de mí la burla que quisiéredes.” 

La cosa tiene que ver, como ya se habrá adivinado, con distinguir el sonido de los batanes: conocer, estar familiarizados, vivir en esas condiciones y, después, ser capaz (o incapaz) de distinguir las esencias en las que han desembocado nuestras experiencias. 

A este respecto, me horroriza constatarlo, en nuestra izquierda (o izquierdas), pintan bastos. La izquierda progresista en la medida en que triunfa, fracasa. En realidad lo que consigue es acceder al poder en mayor medida que transformar la sociedad en la dirección que desea, de manera que su voluntad es distorsionada: es menos capaz de transformar el mundo desde el poder que capaz de controlar lo que el poder la cambia a ella, alejándola de su intención primera. 

Su triunfo es la medida de su fracaso porque no consigue lo que persigue para todo el mundo por igual, siendo que los que se emancipan del ruido de los batanes pierden la noción de esa condición de existencia, que sigue siendo constante y ensordecedora para aquellos que quedan atrapados. 

A partir de ahí es cada vez más difícil tener algo comprensible que decir a quienes no disfrutan del silencio y siguen acomodados a aquellos primigenios y distintos sonidos. El ruido de los batanes abre abismos que se rellenan de todo tipo de esencias dispares, incomprensiones y emociones tan oscuras como la profundidad oscura del abismo de la existencia. 

Javier Moreno Ibarra
https://www.elcorreoextremadura.com/noticias_region/2019-03-04/2/30317/el-ruido-de-los-batanes.html