Transcurridos casi dos
meses desde el caluroso recibimiento en Toledo, a duras penas voy
entendiendo y haciéndome entender en esta complicada lengua que
llamáis castellano. A fuerza de afinar el oído en las plazas y en
los animosos mercados de frutas, voy adquiriendo el vocabulario que
me facilita llenar el estómago un par de veces al día.
Además de conocer buenos
aceites, quesos y morcillas, oigo por todos lados palabras que no
había leído a ninguno de vuestros Santos: crisis, prima de riesgo,
desempleo, recortes, déficit, despidos y ajustes... Y no hay taberna
castellana en la que no se hable del rescate por parte de Bruselas.
Os puedo decir, yo que
vengo de allí, que no sabía que mis paisanos estuvieran pensando en
rescatar a vuestra vieja nación. Lo único que me viene a la memoria
es la reflexión del sabio Erasmo cuando fue invitado por el cardenal
Cisneros a participar en su proyecto de Universidad de Alcalá de
Henares: “non placet Hispania” (no me gusta España). Por
algo sería…
Ahora que pienso, sí es
cierto que el archiduque Felipe y su esposa Juana han jurado como
príncipes de Asturias pese a la voluntad de los Reyes Católicos; y
que la herencia de vuestras queridas tierras pesa en los hombros de
un flamenco con sangre alemana. Felipe, al que llamáis el Hermoso,
es hijo del emperador austriaco Maximiliano. Se repite la historia y,
amados míos, intuyo que cinco siglos después estáis abocados, de
nuevo, a una gobernanza procedente del centro de Europa.
Si me permitís, dos
meses es tiempo suficiente para realizar un humilde diagnóstico de
vuestros males. Habréis de reconocerme que forma parte de vuestra
idiosincrasia buscar culpables en vez de soluciones, y diría que lo
que ahora sufrís tiene que ver con algunos vicios y defectos que
adornan estas meridionales latitudes. El espanto al esfuerzo y la
sobrada picardía lastran a menudo vuestros hábitos; y la naturaleza
se os vence como una palma queriendo alcanzar lo más trabajando lo
menos, reverenciando el derecho en menoscabo de la obligación,
atendiendo más a la prebenda que al mérito, tendiendo a sobrevivir
con limosnas de aquí y de allí a cambio de servilismos y
corruptelas, encontrando la viga en el ojo ajeno en vez de la paja en
el propio, postergando la justicia a la última de las causas y
amasando el cuerpo en la pereza, la buena vida y la picaresca
mientras los ojos quedan cerrados a la virtud y la recta conciencia…
Pero bien sabe Dios que
todo ello ha sido abonado, en la medida de una buena pila de sacos de
trigo, por el despropósito y desfachatez de gobernantes y señores,
que durante años se mostraron como un nefasto ejemplo. Se erigieron
en adalides de la justicia, de la igualdad y del progreso, cuando en
realidad llenaron sus cofres de oro y vistieron elegantes trajes,
engordaron sus vientres con sabrosas viandas y pasearon a lomos de
esbeltos corceles, buscando no otra cosa que la perpetuación de su
casta en menoscabo del pueblo. Y cavaron vuestra tumba al repartirse
el territorio en reinos (me dicen que diecisiete) donde amasaron
tesoros e inflaron el orgullo y la petulancia de sus ínsulas
baratarias. Para ello no dudaron en falsear la historia
construyendo nacionalidades e imaginarios telúricos bajo cuyas
banderas parapetarse y justificar sus privilegios. Y todo este fuego
de artificio a costa de la mirada corta que implica una ignorancia
particularista; y sobre todo a costa de las arcas públicas, sin más
lógica que el narcisismo y el desprecio a un proyecto colectivo,
viable y sostenible.
Y tan verdad como que el
sol se pone todos los días es que a mayor necesidad de esfuerzo,
generosidad, espíritu, sabiduría y coraje para domesticar a este
monstruo en que se ha convertido España, menor es la capacidad de
estos caudillos feudales, presos de su propia dialéctica y
atenazados por sus históricas veleidades, de poner sus talentos a
trabajar en pos de un bienestar real y un porvenir común.
Quizá por ello están
todos a una sembrando la amenaza -lanzando sus heraldos pusilánimes
a diestro y siniestro- de este rescate en forma de Apocalipsis. Toda
Europa sabe que el destino de vuestros reinos está en manos ajenas
desde el momento en que fueron dilapidándose las rentas disponibles
por encima de lo imaginable y aún las no disponibles solicitadas a
prestamistas que no perdonan la vida.
Que no os engañen, que
no vengan ahora con el miedo a un rescate… Dada su manifiesta
inoperancia, quizá la salvación tenga que venir de la mano de
alguien, ¡qué más da si es de Bruselas, Lima, París o Estambul!,
sin ataduras ni hipotecas... Lo primero que hará, seguro, es echar a
rodar el sentido común, guardar las banderas en los baúles, y de
una manera definitiva arrancar a estos gobernantes de los diecisiete
sillones de oro en los que llevan sentados varios lustros.
Me dicen que ya están en
camino mis compatriotas a sacaros del abismo… a ver si pronto
podemos centrarnos en las cosas que merecen la pena: hoy creo haber
escuchado el beneficio de las sardinas de Santurce, los espárragos
de Gerona, los callos de Lugo y el vino de Jaén.
Florentius
Florentius
es el protagonista de una novela histórica escrita por Fernando
Lallana Moreno y publicada por la Editorial Celya en abril de 2012.
En sus páginas rebosan historia, poder, traición, honor, religión,
intriga, amor, fidelidad, muerte y esperanza. Todo atravesado por un
refulgente destello humanista, capaz de iluminar los desafíos de
cualquier época; incluso y, quizá sobre todo, de la actual.
El
holandés Florentius, impregnado del pensamiento humanista de Erasmo
de Rotterdam, pone al descubierto la corrupción y el abuso que
anidan en el indecente ejercicio del poder civil y eclesiástico de
principios del siglo XVI. Con sumo arrojo y encomiable grandeza, es
capaz de hacer frente tanto a las putrefactas entrañas de la Corte
flamenca, como a la granítica Santa Inquisición castellana. La
fastuosa caravana que, durante siete largos meses, acompaña a los
príncipes Juana de Castilla y Felipe de Austria, desde Bruselas a
Toledo, para jurar como herederos de los reinos españoles, es
testigo de la más valiente cruzada que un hombre ha lanzado contra
la autoridad en defensa de la verdad, la justicia y la libertad.
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