El próximo curso
entrará en vigor la nueva ley de educación, la séptima de nuestra
democracia y la cuarta desde que apareciera la LOGSE en 1990. En mi
opinión y en la de mucha gente se trata de la ley más partidista,
la más injusta y la menos solidaria de todas las que hasta ahora han
visto la luz. Pero antes de que comencemos a renegar de ella,
convendría pensar desde dónde estamos lanzando nuestros dardos.
El
proceso político y educativo comenzado en 1980 con la LOECE ha
terminado haciendo de nuestras escuelas unas guarderías cuyo
principal objetivo es acomodar el horario de nuestros hijos al
caótico horario laboral de los adultos. Se pretende además que sean
felices unos niños arrancados a deshoras de la cama, abandonados en
edificios diseñados como fábricas decimonónicas, y atendidos por
unas personas que, gracias a la labor de la administración
educativa, se han convertido en los últimos años en objeto de
desprecio del público en general, y de los más jóvenes en
particular. ¿Qué bienestar puede hallarse en una colmena de
maestros descalificados, pasillos deslucidos, aulas con cartulinas
que tapan desconchones y niños llorosos y desganados?
Los
institutos actuales, en los que llevo más de treinta años, son
volcanes siempre a punto de estallar, auténticas cárceles de altos
muros y cancelas en donde se recluyen adolescentes y jóvenes que se
machacan unos a otros por pura inercia hormonal y a quienes, para más
inri, sus carceleros tienen que educar en unos valores que nuestra
sociedad, a todas luces, ni aprecia ni respeta. ¿Qué valores pueden
vivirse y compartirse en una cárcel?
Y
una Universidad desgajada del sistema educativo que, en vez de
convertirse en guía y motor de nuestro pensamiento, se ha
transformado en súbdita de los intereses políticos y comerciales.
Malograda y dispersa en cortijos donde todavía gobiernan señoritos
ultramontanos, con un profesorado joven becado hasta la jubilación,
sin medios para la investigación pero con los suficientes para dar
cobijo a viejos delincuentes de guante blanco y voces de su amo.
¿Qué significado tiene la palabra Universidad? Desde luego,
Universidad no puede ser sinónimo de fábrica de parados
especializados en donde, si se consigue algo parecido a lo que ahora
llaman “excelencia”, es solo a costa del propio sudor y en contra
de la misma institución.
Por
experiencia sé que en ninguna de estas tres instituciones, salvo muy
honrosas excepciones, se acostumbra a pensar, en ninguna se
reflexiona sobre la condición humana, sobre la ciudad y su gobierno,
sobre el estado de nuestra actividad cultural, sobre la naturaleza
que nos rodea… Las tres se dedican a enseñar cosas, no a pensar en
las cosas. Las razones de esto no se les escapan a nadie, pero no
quiero detener en ello.
Después
de este retrato que muchos tildaréis de oscuro y alarmista, habría
que preguntarse si se puede hacer algo. ¿Algo? No. Todo está por
hacer. Y se debe comenzar a construir sabiendo que no es una tarea de
unos años de legislatura; la educación es una labor de todas las
personas, de todas las generaciones y de siempre. Por eso me permito
en este punto hacer mis propuestas:
Propongo
que antes de que los partidos políticos puedan cumplir su promesa de
derogar la ley Wert pasadas las elecciones de noviembre, la sociedad
española se dé un tiempo de reflexión sosegada para discutir
proyectos, -que los hay y buenos-, para consensuarlos y para buscar
más que una nueva ley, un gran pacto social por la educación que no
pueda perturbar ningún ministro con veleidades de César ni ningún
otro con la cobardía de los esclavos. Hagámonos con ese pacto
dueños de nuestra enseñanza, -no solo la de nuestros hijos-, de
nuestra educación –no solo la de nuestros hijos-, y de nuestra
cultura. Arrebatémosla a los partidos políticos que solo la han
usado en tiempos preelectorales, y para quienes no es más que un
epígrafe lleno de palabras huecas, arrebatémosla también a las
mayorías absolutas de cuatro años y a los gobiernos de coalición.
Un pacto por la educación que más que imponer límites, señale
caminos.
Y
mientras ese pacto se hace, una segunda propuesta: hagamos de las
Facultades de Educación los mejores centros de nuestra Universidad,
seleccionado cuidadosamente a su profesorado y a su alumnado. Y a
quienes van a enseñar a nuestros hijos a leer comprendiendo, a
escribir con corrección, a odiar, a amar y a pensar, démosles la
más alta dignidad y paguémosles el salario más alto que el Estado
español se pueda permitir, porque un buen maestro (magister) es más
necesario que un político excelente (minister). Este trabaja para el
ahora, el primero lo hace para mañana y para siempre.
Germán
Jiménez