Conocí —con estupor, incredulidad y con
la sensación que España se cae a trozos— el fallo de la sentencia que
dictó la Audiencia Provincial de Navarra en el caso la manada, por la
que se condena a los agresores de una adolescente por un delito de
abusos sexuales y no por agresión sexual, por no existir —según la
sentencia— violencia o intimidación. A mi juicio, sin embargo, existió
violencia e intimidación —ésta última en todo caso—. Los magistrados,
por ello, desatendieron la tutela judicial debida a la víctima en forma
de una sentencia justa y proporcionada a los hechos que ocurrieron. La
sentencia es una aberración jurídica, en la que el relato de hechos
probados contradice las conclusiones jurídicas.
Ateniéndonos al propio relato de hechos
probados que contiene la sentencia, puede decirse que hubo violencia.
Dice ésta que los agresores tiraron de ella y la hicieron entrar en el
portal de modo súbito y repentino donde la penetraron hasta seis veces; o
cuando dice que uno de los procesados acercó la mandíbula de la
agredida a su miembro para que le hiciera una felación y otro de los
procesados le cogía de la cadera y le bajaba los legins y el tanga. Pero
parece que los magistrados hubieran juzgado que los hechos denunciados y
probados se produjeron en una atmosfera más o menos similar a la de una
película porno —cuyas escenas contienen una violencia implícita y
contenida, cuando no explícita— en vez de ser el relato violento,
sórdido y amedrentador de una violación. Relegaron en el más recóndito
rincón de su mente, el olvido, que toda penetración sexual no consentida
es en si misma un acto violento y de violencia, con independencia de la
fuerza física que las circunstancias requieran para acometerla. Que
toda agresión sexual es un acto cuyo objeto es el sometimiento y
dominación de la víctima a la voluntad del agresor. Una situación en la
que la víctima además del aturdimiento que le produce la situación, se
encuentra entre personas desconocidas que la están agrediendo
sexualmente y respecto de las que no puede determinar el grado de
resistencia que puede oponer sin incrementar el riesgo de ser objeto de
lesiones o incluso de muerte.
Exigir que los agresores deban de usar
una fuerza eficaz y suficiente para vencer la voluntad de la víctima
—para calificar que una agresión sexual sea considerada violación y no
solo abuso— es injusto, desproporcionado y esconde un prejuicio
machista, que para la mujer se convierte en una exigencia de
acreditación de su virtud. El Código penal no exige que se use una
cantidad ni una forma determinada de violencia para que una conducta sea
calificada como violación. Sólo exige que se utilice la violencia.
Luego donde no distingue la ley no debe distinguir el juez, dice uno de
los principios jurídicos de la interpretación de las leyes. Parece que
el pecado de Eva aún no ha sido redimido.
Y hubo también intimidación. El relato de
hechos probados no deja lugar a dudas. Dice que la víctima fue llevada a
un lugar recóndito y angosto, con una sola salida, rodeada por cinco
varones, de edades muy superiores y fuerte complexión. Cuenta la víctima
que se sintió «impresionada y sin capacidad de reacción». Intimidada.
Ese es el término exacto para calificar el estado que ella tenía en ese
momento. La intimidación es hacer lo que otros quieren que hagas por
miedo. ¿Y a acaso no fue eso lo que buscaban los cinco agresores
acorralando a la víctima en un espacio reducido, en inferioridad
numérica y sin posibilidad de escapatoria? Cuenta la víctima agredida
que sintió un «intenso agobio y desasosiego, que le produjo estupor y le
hizo adoptar una actitud de sometimiento y pasividad, determinándole a
hacer lo que los procesados le decían que hiciera». ¿No es esto
intimidar a una persona? ¿No es esto conseguir que la víctima hiciera
por miedo lo que querían sus agresores? Termina explicando la agredida
que «cerró los ojos», actitud característica en situaciones en que una
persona, como esta mujer, que se encuentra en la situación en que la
habían colocado sus agresores. La intimidación fue previa y alcanzó el
fin perseguido. La víctima solo podía minimizar los daños que sabía iba a
recibir.
La Audiencia Provincial de Navarra ha
puesto de manifiesto —como en otras ocasiones otros tribunales— la
existencia de camadas judiciales. Grupos de jueces que viven en una
burbuja jurídica, alejados de la realidad humana y social en la que se
hallan inmersos. No son las víctimas las que ha de acomodar su conducta a
la jurisprudencia de los tribunales para obtener su protección, son
éstos quienes han de proteger a las víctimas de las agresiones, sin que
sea exigible su conducta se tenga que buscar el acomodo a la
interpretación de la ley por los tribunales.
¿Y del voto particular de la sentencia,
que decir? Es un delirio sexista. Negar como hace el magistrado
discrepante que no existió en la víctima miedo, temor, desconcierto o
afirmar como hace que la expresión del rostro de la víctima es en todo
momento relajada y distendida, me lleva a pensar que estamos ante un
individuo que tiene una impregnación ideológica que raya —sino cae
directamente— en lo patológico, que le impide tener el más mínimo atisbo
de empatía.
Las protestas que se han convocado
espontáneamente por toda España contra sentencia de la Audiencia
Provincial de Navarra, solo son una expresión de la nueva configuración
del sentido cívico que hemos de desarrollar los hombres y mujeres españoles. Somos los
ciudadanos y ciudadanas quienes hemos de decir y mostrar a los servidores públicos
—políticos, jueces y funcionarios— la dirección en la que colectivamente
deseamos que camine nuestra sociedad. Así como exigirla cuando esta
orden sea desatendida. La democracia no es solo una forma de gobierno
participada y colectiva, en la que los ciudadanos intervienen más o
menos activamente, según la costumbre de cada Estado, sino —además y
sobre todo— un estado emocional, un modus vivendi, que ha de
ser permanentemente alimentado, cuidado y defendido por todos y cada uno
de sus componentes ciudadanos. Si no queremos que otros nos gobiernen con sus
reglas, debemos aprender a gobernarnos nosotros mismos. Una sociedad en
la que cada día florecen comportamientos de jauría, está repleta de
manadas y abundan las camadas, no solo es un aviso de las patologías que
crecen en su interior. Nos dice que no vivimos en democracia.
Francisco Soler
http://mas.laopiniondemalaga.es/blog/barra-verde/2018/04/27/manada-jauria-camada/