La política del siglo XXI demanda un
nuevo consenso marco que capte nuestro tiempo, para sobre él refundar
los restantes pactos. Vivimos un «escenario posnatural»
que a golpe de calor y sequía en un mundo de hiperglobalización y
conectividad, pide que los acuerdos políticos y sociales vigentes se
conviertan en un contrato posmaterial. En la reforma de
la Constitución de 1978 que se está reclamando, sin embargo, nadie ha
alzado su voz en el Congreso reclamando este consenso.
La especie humana se ha convertido en una fuerza geológica.
Su influencia sobre el medio ambiente es de tal alcance y magnitud que
la Tierra está «moviéndose hacia un estado diferente». Debido a ella
hemos inaugurado una nueva era: el antropoceno, término
con el que se expresa, el impacto de la masiva influencia del ser
humano sobre los sistemas biofísicos planetarios. Su consecuencia más
visible y espectacular es el cambio climático. Pero no
es la única. Se incluyen también en esta categoría: «la disminución de
la superficie de selva virgen, la urbanización, la agricultura
industrial, las actividades mineras, las infraestructuras de transporte,
la pérdida de biodiversidad, la modificación genética de organismos, la
hibridación creciente». Hasta ahora el antropoceno que sólo era una
hipótesis científica huérfana de una tesis política que la acomodara a
la praxis política, hoy ésta está asumida por los partidos verdes. Esta
orfandad hoy es menos huérfana con esos partidos operando como
francotiradores. Hoy sólo es aislamiento, abandono e insuficiencia.
Es preciso, por todo ello, generar un consenso ecológico
desde el que refundar los pactos y emociones políticas, sociales y
territoriales a fin de legitimar la política de este tiempo. Una acción
política en la que «los gobiernos, empresas, colectivos ciudadanos y
otros [actores] compiten por la autoridad», «pero colaboran» para
abordar los desafíos globales. No es éste un tiempo de elecciones binarias,
sino que en él conviven «grandes potencias mundiales, interdependencia
globalizada y poderosas redes privadas» y estos actores con una crisis
civilizatoria.
Para fundar este nuevo consenso es vital desconectar el concepto de democracia del de clase social, ya sea en forma de burguesía o como proletariado. Y conectarlo al concepto de especie.
El objetivo de esta desconexión y reconexión es dejar atrás la
democracia del tener –la de la acumulación de poder o riqueza−, para
transitar hacia una democracia del ser –de lo-uno-en-lo-diferente−,
como parte de algo mayor organizado de forma holocrática. Se trata de
sustituir con ella la mirada sobre el mapamundi, por la perspectiva del
Planeta desde el espacio. No se puede ignorar lo conseguido por el ser
humano, pero hay que saber que esto sólo es una parte de lo que somos.
Dicho de otro modo: la historia humana sólo es una pequeña parte de la historia del planeta. Esto desde una perspectiva político-ideológica significa abandonar la conciencia de clase para sustituirla por la conciencia de especie.
La razón es que dos siglos de civilización industrial, han causado una oposición entre las «fuerzas productivas» y las «fuerzas de la naturaleza»
que amenaza con destruirlo todo. Las tres grandes fuerzas que hoy
existen en el planeta: Naturaleza, ser humano y tecnología han formado
dos bloques antagónicos. La unión de dos de ellas: el ser humano y la
tecnología ha dado lugar a la creación de una economía planetaria –antropoceno−
que es la mayor fuerza geológica existente. La tercera de ellas: la
Naturaleza, el conjunto de seres vivos de la Tierra, tal como la
describió Lovelock, es una entidad viviente capaz de
transformar la atmósfera del planeta para adecuarla a sus necesidades
globales y dotada de facultades y poderes que exceden con mucho a los
que poseen sus partes constitutivas –Gaia−. La pugna hoy es a escala planetaria. ¿Podemos entonces hablar de soberanía humana o debemos sólo decir autonomía?
El cambio que se ha de operar no vendrá
ni de la revolución, ni de la evolución. No es cuestión de letra más o
menos. Se requiere un cambio de estado. Una metamorfosis. El ser humano, por tanto, ha de admitir que no tiene más patria que el Planeta, ha de aceptar que somos ciudadanos de la Tierra. Una característica de estos ciudadanos sería la estar imbuidos de espíritu biorregional
y de un sentimiento nacional que no invisibiliza los demás
sentimientos de pertenencia. Este tipo de ciudadanía tiene rasgos
comunes con los que poseen los «nativos digitales»,
cuyos valores definitorios son «la conectividad y la sostenibilidad». No
se sienten seguros tras las fronteras que los separan de los demás
fuera de sus países. Y «no creen que su destino sea pertenecer
únicamente a los Estados políticos, sino conectarse a través de ellos.»
Ellos, los menores de 24 años, los millenials, constituyen hoy el 40% de la población mundial.
La ciudad ha de ser concebida, por tanto, como una «naturaleza-habitada»,
como un espacio-tiempo en el que una y otra: ciudad y Naturaleza, no se
diferencian, pues entre las dos no hay un límite que señale su cese, no
existe un espaciamiento o distancia entra ambas que permita hacerlas
distinguibles. La Naturaleza existe en el interior del límite −el
planeta− y fuera de él no existe la ciudad. El límite no indica el cese
de la Naturaleza, sino que manifiesta «aquello a partir de lo cual»
empieza a existir. Es el límite entre materialidad e inmaterialidad. La
naturaleza-habitada aparece como la organización del hombre en la
Naturaleza. Esta ciudad así concebida estaría regida por las reglas de
interdependencia y de la relacionalidad. En ella todo está relacionado
con todo y, por tanto, todo dependería de todo. A nada podríamos ser
ajenos y nada podría sernos ajeno.
¿No significa esta concepción de la
ciudad que el poder reside en la Naturaleza, que lo delega en la especie
humana de forma transitoria? ¿No es esto una República? ¿No es esta
República una nueva articulación del poder y del pueblo insertas en una
comunidad planetaria? Esta República es lo más parecido a la definición
de belleza de John Keats: La belleza es verdad, la verdad belleza, −eso
es todo. Conoces la Tierra,/y todo cuanto necesitas conocer. (1).
(1) Con este artículo, como otros años, rindo homenaje a la ilusión colectiva que fue la II República, así como a todos aquellos que lucharon por traer a España sus ideales, muchos de los cuales murieron en su defensa, otros fueron represaliados y otros muchos tuvieron que partir hacia un exilio no deseado. Y especialmente rindo ese homenaje a mi abuelo: Casimiro Luque, que fue concejal del Ayuntamiento de Málaga por el Partido Radical-Socialista desde 1931 a 1933, quien tuvo que exiliarse a Chile con su familia durante 33 años por defender aquellos ideales, así como a su inseparable amigo y conmilitón Emilio Baeza Medina.
Francisco Soler
0 comentarios:
Publicar un comentario