Tras leer Una segunda transición, dentro de los ‘límites planetarios’, de
la presidenta del PSOE, Cristina Narbona, mi primera conclusión fue que
ésta transición no se hará “dentro de los límites planetarios” como
dice. Estará dentro de los límites de la ortodoxia y de la Constitución,
a pesar de los términos y conceptos ecologistas que utiliza, que han
sido previamente vaciados o adaptados y que son ya de uso común. De esa
lectura surge esta reflexión.
1. La transición democrática hacia el neoliberalismo
La prosperidad material generada por occidente tras la II Guerra
Mundial, fue a costa de crear una profunda huella en el planeta. Y no
llegó a España hasta la aprobación de la Constitución de 1978 –una de
cuyas mayores influencias fue de la Ley Fundamental de Bonn de 1949–,
con la que nos enganchamos a la ola neoliberal desde primera hora. El
texto constitucional nacido de la Transición es, sin género de dudas, el pacto fundacional del neoliberalismo (neoliberalismo alemán) en España, que se apoya en un consenso bipartidista sobre el mismo, que explico más adelante.
El pacto económico recogido en el texto constitucional no niega el
Estado social que se proclama en el mismo, pero la constitución
económica predomina sobre la constitución social. Esto se observa en la
estructura y en las garantías de los derechos que se reconocen. Los
derechos económicos se configuran como derechos fundamentales que vinculan a los poderes públicos: propiedad privada, libertad de empresa en el marco de una economía de mercado, que los poderes públicos han de garantizar y proteger, así como la
defensa de la productividad; mientras que los derechos sociales se
conforman como principios que informan la legislación
positiva, la práctica judicial y la actuación de los poderes públicos:
el régimen público de la Seguridad Social, la protección de la salud, el
derecho a una vivienda digna y adecuada, las pensiones, los servicios
sociales, que se dejan al albur de las mayorías parlamentarias que se
puedan formar en cada momento. Ordenación constitucional que explica los
avances y retrocesos en materia social que se han producido en España.
La lectura fundamental que puede y debe extraerse del proyecto de
‘Transición+Constitución’ es que fue el instrumento de tránsito hacia un
(re)naciente neoliberalismo. Más que el proyecto de reconciliación
nacional y reconquista de la democracia truncada por la dictadura, que
dio sentido, construyó y legitimó el orden político que nació en 1978. La
Constitución en lo político encarnó el comienzo de “otra sociedad”: una
democracia neoliberal homologable. Pero fue sobre todo –dada la
correlación de poderes existente– la puerta de entrada a “otro
régimen de acumulación” capitalista, que cada el 6 de diciembre elogia,
enaltece y reverencia el regalo invisible que los reyes dejaron.
La designación de este período como “La Transición” debe englobar un
significado más amplio –del que se le otorga comúnmente– en un triple
sentido. Con ella debe ser identificado no solo el cambio político popularizado. Ha de servir también para designar la mutación económica que se perpetró a espaldas de los españoles y mantuvo “el
poder de las élites económicas franquistas”. Y debe servir además para
visibilizar la huella ecológica (politizar ese dolor) que la mutación
económica ha generado desde un “modelo de país basado en una economía de
especulación urbanística y una política bipartidista a su servicio”.
El texto constitucional resultante de ella y el proyecto político que
alojaba fue solo el decorado, la tramoya que camufló y legitimó la
transición económica que nadie nos contó que venía. Si el 14 de abril de
1931 España se levantó republicana, el 7 de diciembre de 1978, tras la
ratificación de la Constitución en referéndum, se despertó neoliberal. Fue una burla sarcástica a un pueblo que creía haber reencontrado la democracia, que España –como
dicen Laval y Dardot– se enganchara en 1978 al plan neoliberal “de
salida de la democracia”, tres años después de que saliera de la
dictadura. La guinda al pastel neoliberal ha sido la reforma del
artículo 135 de la Constitución, que ha impuesto al Gobierno la
obligación de priorizar el pago de la deuda financiera con respecto a
cualquier otro gasto o inversión.
La entrada de España en el Mercado Común Europeo –vendida por las élites
dirigentes como la modernización democrática, económica y social que
nos equiparaba con el resto de Europa– mostró desde sus primeros años la
cara oculta del proyecto neoliberal que ignoraban los ciudadanos:
primero, la reconversión de los sectores productivos impuesta por el
club europeo para que España se acomodara al papel que le había tocado
en la división internacional del trabajo y, posteriormente, el proyecto extractivo de rentas desde el sur al norte de Europa materializado en la unión monetaria que trajo el euro.
La frase una y otra vez repetida: “la democracia ha traído a España la
mayor época de libertad, prosperidad y democracia conocida” es –entre
otras cosas– un eslogan que ha servido para despolitizar el medio
ambiente. Al quedar convertido éste en un presupuesto para mantener el
bienestar que disfrutamos, se ha desideologizado y ha pasado a formar
parte de la esfera de lo instituido: el derecho a disfrutar de un medio
ambiente adecuado (gestión); y alejarse de lo instituyente: las demandas
y actores emergentes desde fuera del sistema institucional (político).
La consecuencia de la industrialización, la explotación de los
recursos naturales, la contaminación, la producción de alimentos y del
aumento de la población mundial, ha sido un tremendo impacto ecológico
que ya fue subrayado en 1972 por el estudio Los límites del crecimiento,
que elaboró el Massachusetts Institute of Technology (MIT), por encargo
del Club de Roma. El informe y sus actualizaciones en 1992, 2002 y 2012
han dejado claro que “no puede haber un crecimiento poblacional,
económico e industrial ilimitado en un planeta de recursos limitados”.
Gracias a este informe –y sus actualizaciones– cada vez más gente ha
comprendido el aumento de los peligros inherentes a las relaciones que
la Tierra mantenía con los humanos, hasta entonces estables, que se ha
producido, Latour dixit. Todo el mundo presentía –señala– que
había que plantearse la cuestión de los límites. “Pero se ignoró para
poder seguir saqueando el suelo y hacer uso y abuso de él”. Las élites
sintieron en esos años que la fiesta había terminado. Entendieron
perfectamente –continúa diciendo– la amenaza que se cernía sobre la
seguridad de sus fortunas y a la permanencia de su bienestar. Y se
persuadieron de que no había vida futura para todo el mundo.
Concluyeron entonces que ellas no serían las llamadas a pagar el vuelco
que estaba ocurriendo. Se desembarazaron por ello de la solidaridad: de
ahí el desguace del Estado del bienestar y la explosión de
desigualdades. Decretaron la construcción de su fortaleza dorada donde
estar a salvo: de ahí la extracción masiva de todo lo que queda por
extraer para ellos y sus hijos y las barreras en las fronteras a los
migrantes. Y, para disimular el egoísmo de esa fuga del mundo común,
negaron la existencia del cambio climático (B. Latour).
Ese extractivismo sin medida –a que aludía– ha devenido en una oposición
entre las “fuerzas productivas” y las “fuerzas de la naturaleza”, que
ha generado una deuda financiera y, a la vez, ecológica que nos hace
vivir a crédito en todos los sentidos. Y para muestra, un botón. España en
2019 entró en déficit ecológico el 28 de mayo, 15 días antes que el año
anterior. La correlación entre ambas deudas, sin embargo, nunca se ha
explicitado. La deuda financiera acumulada del mundo –3,3 veces el PIB
mundial– ha creado un déficit ecológico, que se traduce en un consumo de
recursos por la humanidad 1,6 veces más de lo que la capacidad del
planeta es capaz de regenerar. Una parte de ese déficit corresponde a la emisión de
más dióxido de carbono a la atmósfera del que puede ser absorbido por
el planeta. Es la llamada deuda de carbono, que representa un exceso de
consumo de recursos de 0,96 planetas, que ha ocasionado la emergencia
climática en la que vivimos.
La lucha contra la crisis climática es el nuevo consenso mainstream
de la sociedad, sin que ésta se traduzca en el desmantelamiento de la
sociedad industrial. Y la materialización de este consenso a nivel
internacional: el Acuerdo de París de 2015, participa de la lógica
capitalista sin interrumpirla. El fin de éste ya no es dejar de emitir
gases de efecto invernadero, sino compensar lo emitido con lo capturado.
El objetivo de mitigación es “alcanzar un equilibrio entre las
emisiones antropogénicas y la absorción antropógena por los sumideros en
la segunda mitad de siglo”. Ello significa luz verde para los
combustibles fósiles, a los que de forma significativa ni siquiera se
menciona en el Acuerdo. Luz verde para las tecnologías de captura de
carbono. Luz verde para la agricultura industrial climáticamente
inteligente (Samuel Martín-Sosa).
La apuesta del Acuerdo de París por una salida tecnológica de la crisis
climática: reforestación, geoingeniería y almacenamiento de CO2, con
procesos y técnicas no existentes o no desarrolladas a gran escala es,
como pone de manifiesto Samuel Martín-Sosa, un pretexto para “exprimir
los combustibles fósiles” y mantener el statu quo.
Pero
la aparición continuada en los medios de comunicación de noticias
referidas a los efectos del cambio climático, junto a la inactividad
gubernamental disimulada con planes de acción climática insuficientes,
está levantando una cortina de humo sobre el capitalismo climático: la
salida tecnológica a la crisis climática mudada en oportunidad de
negocio. Tras ella acechan, tapados por el ruido, los efectos sociales
que traerá el cambio climático de los que apenas se habla y los cambios
socio-económicos que va a ocasionar la Cuarta Revolución Industrial:
biotecnología, digitalización, automatización, inteligencia artificial,
en la que descansa la salida tecnológica de la crisis climática. Una
muestra de este ruido climático ha sido el encuentro de Davos de este
año, donde se ha hablado de los ‘Acuerdos Verdes’ que se han presentado
este año en Europa y en España. Y que son un lavado verde de cara para
seguir haciendo lo mismo.
El debate se sitúa así en un punto que no desborda los límites de la
Constitución de 1978 ni los del neoliberalismo y la financiarización
dominantes y, por supuesto, no cuestiona –como dice Latour– quién va “a
pagar los platos rotos”. Lo dice de forma muy gráfica
Mariana Mazzucato: “La gente que hace dinero con las industrias
contaminantes, pero también con las renovables, y que pronuncia
discursos rimbombantes sobre el cambio climático al mismo tiempo que
viaja en ‘jets’ privados, exhorta a las clases medias de Occidente a que
cambien de hábitos, sean más responsables y pongan el dinero para pagar
la factura”.
La llamada a la Segunda Transición, ‘dentro de los límites
planetarios’ que se está haciendo algún actor político, al repetir la
estrategia de la primera: usar acontecimientos relevantes como elementos
de distracción de transformaciones económicas estructurales en curso,
se sitúa en la vía previamente trazada por el capitalismo climático y se aleja de la transformación que la sociedad necesita.
3. Primera metamorfosis: progreso sin crecimiento
Una buena metáfora de la sociedad actual –dice Paul Kingsnorth– es
“el váter moderno: cagas en una tubería, tiras de la cadena y adiós. No
tienes que lidiar con tu mierda hasta que te llega al cuello”. Ya
estamos en ese estadio y la mierda nos cubre por completo. Pero, ¿es una
buena idea irse a vivir a otro planeta –como algunos plantean– en vez
de cuidar nuestro planeta?
El siglo XXI no requiere ni una reforma política ni una revolución. Ni mucho menos mantener el statu quo
actual. Necesitamos alumbrar un cambio de Estado. Una metamorfosis. Un
proceso de cambios políticos, económicos y sociales que conduzcan a una
nueva civilización, que descanse en el consumo frugal de energía y
materiales y en la conquista de una nueva abundancia: de tiempo, de
relaciones sociales, de sentidos y de experiencias. Un cambio que no
permita comprar ‘sostenibilidad’ con dinero: por ejemplo, en forma de
coches eléctricos, los nuevos símbolos de lo que vamos a seguir haciendo
mal.
Para poder llevar a cabo ese cambio de estado se debe generar un consenso ecológico, social y económico desde el que refundar los pactos políticos, sociales y territoriales vigentes, para establecer sobre ellos las bases
políticas para este nuevo tiempo. Consenso que debe tener como
propósito la superación de dos siglos de civilización industrial –que ha
generado destrucción ambiental y desigualdad social– y su sustitución
por una era de progreso sin crecimiento (calidad por cantidad). Tránsito
que para ser llevado a término precisa incluir en la Constitución las
variables ecológica e intergeneracional, mediante normas o reglas que
delimiten el marco de la actividad humana. Y generar en la sociedad un
cambio mental.
La preservación del planeta es la tarea más
importante del siglo XXI, ya que al conservarlo nos protegemos a
nosotros mismos. Y si lo deterioramos nos dañamos en la misma medida.
Esta tarea requiere un nuevo consenso político que, en el ámbito de
los principios y valores, se traduce en la recepción por el texto
constitucional de instrumentos de control climático, como los
compromisos de reducción de emisiones adquiridos, como mínimo. Y de
valores como la equidad entre generaciones. Y la justicia ambiental, sin
la cual no se puede hablar de justicia social. Pues un ambiente
deteriorado acrecienta las desigualdades y aumenta e intensifica las
injusticias sociales, ya que la salud medioambiental y la salud humana
están unidas.
Y en el ámbito político-institucional significa la recepción en la
Constitución de herramientas de simple geografía, como las biorregiones,
que permiten armonizar desde el poder público la interacción entre
demografía, política, ecología y tecnología; junto a mecanismos de
geografía política como la Corona, el Gobierno, las Cortes Generales, el
Poder Judicial, las provincias o los municipios.
No basta, por tanto, con la reforma del artículo 45 –relativo al
medio ambiente– para que nuestra relación con la Naturaleza se sitúe
dentro de los “límites planetarios”. Se precisa una reforma en
profundidad de los pactos constitucionales que los renueve y actualice a
la realidad del siglo XXI. Urgen nuevas bases
políticas, sociales, económicas y territoriales que hagan viable esa
nueva civilización y abran lo político a las nuevas demandas ecológicas y
climáticas que demandan las circunstancias históricas.
Francisco Soler
https://ctxt.es/es/20200203/Politica/30866/Francisco-Soler-transicion-constitucion-bipartidismo-neoliberalismo.htm
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