Fue un 8 de abril, el día que cayó Bagdad. Esa mañana tres
reporteros fueron asesinados por fuego americano. Eran tres
profesionales del periodismo: el cámara jordano Tariq Ayub,
de Al Yazira, el ucranio Taras Protsyuk, de la agencia
Reuters, y el cámara español José Couso, de Telecinco. Ayub
murió en el ataque a la sede de la cadena de televisión catarí.
Los otros dos, Taras y José, fueron alcanzados por una
granada lanzada desde un carro de combate Abrams, americano, contra
la planta 15 del hotel Palestina, donde ambos periodistas estaban
filmando la entrada de los americanos en la desdichada ciudad.
Aquella mañana de abril parecía reinar la calma en las
inmediaciones del hotel, tras los últimos combates que libraban los
escasos resistentes iraquíes en la ciudad. Algunos se tiraban al
misterioso Tigris, otros se despojaban del uniforme y dejaban la
lucha. Había pánico y confusión entre ellos. Según James
Hollander, a primera hora de la mañana un tanque situado en un
puente sobre el Tigris, destruye con una ráfaga de disparos una
cámara colocada en la azotea de la cadena de televisión de Abu
Dhabi, a pesar de las grandes letras azules que identificaban dicha
sede. Algo más tarde, las oficinas de Al Yazira son las atacadas: un
misil acaba con la vida de Tariq Ayub. Las televisiones árabes
estaban siendo castigadas.
Entretanto, en el hotel Palestina, situado en la orilla derecha del
Tigris, los periodistas occidentales alojados en sus 17 plantas se
sienten protegidos por la presencia de la CNN que era considerada el
Pentágono mediático. Aún no se conocía la noticia del ataque
contra medios árabes, y las cámaras dejan de grabar. Dice Hollander
que algunos dejaron los balcones y entraron en sus habitaciones para
preparar sus crónicas. Pero no Couso, quien, según recuerda
Sistiaga, llevaba toda la mañana de una ventana a otra.
A eso de las once de esa mañana Couso, que estaba grabando
cómo un tanque apostado en el puente Al Jumuriya llevaba un rato
apuntando al Palestina, observa de pronto que el M1-A1 Abrams gira su
torreta y, apuntando cuidadosamente, dispara una sóla ráfaga, una
granada hueca, a la planta 15 del hotel, a unos 1.700 metros de
distancia. El reportero Taras y Couso son alcanzados
por la metralla y los escombros. Hay varios heridos y contusionados
más. Los momentos de dolor, rabia y confusión que se suceden sumen
a Jon Sistiaga, compañero de Couso, en un vértigo
indescriptible. Trasladado a toda prisa por sus compañeros de
prensa, Couso murió mientras era operado en el hospital.
Apenas aguantó dos horas vivo.
En el libro Ninguna guerra se parece a otra, cuenta Sistiaga
que aquella mañana funesta se le pegaron las sábanas al bueno de
José. Un terrorífico avión “matatanques” A-10,
Thunderbolt sobrevoló el hotel, sembrando de proyectiles la orilla
opuesta del río. José se cabreó porque apenas pudo grabar
la estela del avión. En realidad, aquel día Couso filmó un
documento extraordinario: 24 minutos de un crimen de guerra que acabó
con su vida.
José Couso era un gallego de El Ferrol que, a sus 38 tacos,
casado y con dos hijos, llevaba ocho años con la cámara al hombro
trabajando para Telecinco. Se había curtido cubriendo noticias en
zonas relevantes como Macedonia, Kosovo, Iraq en 1998, y en España
cubrió el vertido del Prestige. Estos son los datos someros de la
vida de un hombre que, soñando con volver a casa, fue enviado a la
Gehena por los invasores de Irak. Pero, ¿cómo era Couso? No
lo conocí pero, sin duda, debió ser un tipo con el que te podías
ir de cervezas y, entre bromas y risas, aprender de su experiencia.
Sus compañeros coinciden en su bonhomía, en su alegría. Sistiaga
nos destaca su carácter amable y pausado, su voz cálida y serena,
su abrazo bonachón. Ya Maruja Torres apuntó “esa sonrisa
de Couso”. Animó, además, a los colegas a quedarse en Irak
cuando casi todo el equipo de Telecinco evacuaba, diciéndoles: “os
teneis que quedar, tenemos que estar para contar lo que ocurra…
somos profesionales de la lente y esta historia la tenemos que contar
completa”. Así lo relata Jorge Priego, de Televisa, uno de
los que estuvieron en el hospital junto a José, su amigo.
Es una obligación moral escribir sobre Couso. Algo de
nosotros hay en su peripecia, en su drama. Quizás suene pretencioso
decir “todos somos Couso”, pero el corazón me lo dice
así. Su recuerdo es de todos nosotros. La consternación y la rabia
han pasado, no así la sed de justicia para él, sí, y también para
los 348 periodistas muertos en Irak, según denuncia Antiwar.com.
José Couso era un hombre reidor, estaba siempre de muy buen
humor, era de risa contagiosa. También su sonrisa lo era. De hecho,
me hace sonreír que la palabra Palestina esté asociada a su trágica
aventura. No parece casualidad, no. Muchos árabes murieron ese 8 de
abril en Bagdad, a los que Couso se sumó. El coste en vidas
de iraquíes por la invasión americana aún no está calculado del
todo. Ese tributo de sangre tuvo, sin embargo, testigos excepcionales
como él. Por eso vuelvo a sonreír al comprobar la cifra de
militares americanos muertos en Irak, 4.429 según Margaret
Griffis, y más de 32.900 heridos. Ellos tampoco volvieron
intactos a casa.
Y no dejo de sonreír al conocer que la filtración de documentos
diplomáticos americanos en España publicada por el portal Wikileaks
confirma, en 2010, que el gobierno Zapatero colaboró con el
gobierno de Estados Unidos para impedir la investigación del caso
Couso en la Audiencia Nacional. Ello implica conspiración
entre gobiernos, algo que muchos ya sospechábamos.
Al final tenía razón el gobierno de Bush cuando justificó
el ataque contra el hotel Palestina, diciendo que había un ojeador
allí. Sí, Couso era un ojeador, una cámara impertinente que
no paraba de darle al mundo la visión de la barbarie. Quiero
imaginar que mientras grababa sus últimos minutos, José,
sonriendo, apuntando al tanque, masculló un: ¡dispara hijoputa!
Francisco Ortiz
29 de enero de 2016
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