En mi anterior entrada en este blog tratamos de iluminar ciertos posibles paralelismos entre la crisis actual y el colapso medioambiental que amenaza a nuestra civilización. La segunda idea que me sugiere esta crisis es que no es otra cosa que una traumática, por imprevista, constatación de la realidad.
Una realidad que hace demasiado tiempo habíamos creído poder superar y
encerrar tranquilizadoramente en un desván de vergonzosos recuerdos.
El ser humano es un ser limitado, vulnerable.
Un ser limitado por su cuerpo y por su imperfecta mente. Sometido al
desgaste, la enfermedad, la muerte. A fin de cuentas, no olvidemos que
seguimos siendo un ser vivo y, en concreto, un animal. No está en mi
ánimo entrar en la cuestión de la singularidad humana, tema donde se
concitan complejas cuestiones metafísicas, teológicas y biológicas, ni
sobre la cuestión del humanismo y el antropocentrismo propios de la
Modernidad. Lo que me interesa es resaltar cómo nuestras
sociedades se han desconectado de la realidad, en particular en su
negación de nuestra dependencia de la naturaleza, que es en última
instancia lo que nos inserta en la realidad propiamente dicha.
Somos seres dependientes de nuestro entorno. La base de nuestra
existencia es la realidad natural (dejemos para otro día la realidad
social). Esta la base de la componente espacial, una de las dos
coordenadas que permiten nuestra existencia, al menos en esta realidad
que conocemos, permitida y simultáneamente determinada por las
dimensiones espacio y tiempo.
Sin embargo, toda la tramoya de la civilización occidental se ha
ocupado de ocultar detrás de las bambalinas las bases de esa realidad.
En el nivel de las representaciones mentales, juega precisamente un
papel central aquí la creencia en el progreso indefinido, fundado en la
creencia en la continua innovación tecnológica y el crecimiento
económico.
La convicción del progreso social (y la visión lineal del tiempo que
le subyace) es una idea moderna, consolidada en la Ilustración, que
supone la confianza en la mejora continua del ser humano en todos los
sentidos. Uno de sus elementos esenciales es la idea de una mejora
social permanente, que configura el carácter utópico de las ideologías
modernas, las cuales pretenden ofrecer un paraíso terrenal ante el que
puede inmolarse todo lo demás. Tras ese ideario colectivo mental latía
la idea de un mejoramiento moral del que en tiempos más recientes
parecemos haber desistido (al menos hasta esta crisis), centrándonos en
el aumento de nuestra calidad de vida, medida en términos
económico-cuantitativos.
Ese aumento de nuestro bienestar material (al que ha quedado reducido
en gran medida la idea de progreso social) se basa en la permanente
innovación y desarrollo de la tecnología. Dicho desarrollo ha alcanzado
tales cotas que alimenta los sueños distópicos que vibran tras el transhumanismo. Este movimiento postula que, mediante el mejoramiento de las capacidades humanas, es posible alcanza un sujeto posthumano.
Parece claro que la generación de nuevas especies transhumanas
superiores sería la máxima expresión de la desigualdad, pero este deseo
supone también un claro ejemplo de negación de los límites de la
realidad.
El segundo factor de sobreseimiento de la realidad fue la emergencia
de un sistema económico centrado en el consumo, que ha ido de la mano de
una visión materialista centrada en el aquí y el ahora, fruto de un
marco secularizado en Occidente, a su vez producido, entre otras causas,
por la mejora de las condiciones de vida y la pérdida de influencia de
las religiones. Sin embargo, ese materialismo no tiene en cuenta la
propia realidad que sustenta la materialidad misma que subyace a la
satisfacción de las necesidades materiales. Así, en las sociedades
enriquecidas, a las que denominamos avanzadas, podemos (supuestamente y,
al menos, a nivel social) vivir despreocupados/as respecto de nuestras
necesidades materiales, para centrarnos en autorrealizarnos, lo que en
realidad implica producir (compitiendo) y consumir (compitiendo). Las
necesidades materiales han sido sublimadas en conceptos como el de mercancía que ya explicó Marx y que Polanyi o Žižek explican.
En efecto, si el crecimiento económico es la base esencial de esta
nueva sociedad, una de las maneras de negar la importancia del sustrato
real en nuestra civilización es la ocultación o vaporización de la
vinculación entre la economía y la realidad natural. La economía
ecológica lleva mucho tiempo reclamando la importancia de la realidad en
la economía, que es desde el inicio de la Modernidad, el subsistema
humano preponderante en nuestra civilización. La economía ortodoxa
desprecia o no tiene suficientemente en cuenta esa dependencia, por
ejemplo, de la naturaleza, a la que considera como algo secundario en su
estructura de interpretación y que apenas incluye mediante entelequias
como los conceptos de externalidades o de recursos.
Pero ya Polanyi distinguía entre economía formal y economía sustantiva,
lo que a su vez le llevaba a distinguir necesidades materiales y
simbólicas, distinción que entendemos alerta del carácter ideológico de
las segundas. Por su parte, Joan Martínez Alier, habla de tres niveles
en la economía: junto a un primer nivel, el de la economía financiera y
un segundo nivel, el de la economía real, habla de un tercer nivel,
básico y profundo, que es el que sostiene toda la economía y que sería
el de la “economía real-real” (puede verse más sobre esta cuestión aquí).
Es la negación de esa realidad en lo económico la que nos ha
conducido en nuestra matriz cultural a la subordinación de la vida al
dinero, o del bien común al interés propio, o (como denuncia el ecofeminismo) de los cuidados al PIB[1]. Todo esto tiene importantes consecuencias políticas, demasiado densas como para detenernos ahora.
Los tres factores mencionados (progreso social, desarrollo tecnológico y crecimiento económico)
están íntimamente imbricados, y generan una sensación de tranquilidad,
cuando no de omnipotencia humana (o, al menos, occidental). Son los que
han permitido tejer la complejidad de los subsistemas humanos, nutriendo
el espejismo de creer que nuestras sociedades no dependen de la
realidad. Por ejemplo, las ciudades, que parecen lo más alejado de la
naturaleza, son precisamente lo más dependiente de la misma (Yayo
Herrero lo explica de manera muy didáctica). Esa serie de subsistemas
sociales alimentan la confianza -de la que ya hablábamos en nuestro
anterior post– en que todos los problemas se podrán superar sobre la base de la tecnología y la organización social adecuada (tecno-optimismo tecnocrático).
La supervivencia humana está asegurada: los especialistas, los técnicos
y los políticos resolverán todos los problemas, no cabe el colapso de
nuestras sociedades.
Sin ánimo de ser exhaustivos, un último factor de negación de
realidad que estimamos esencial es la generación en los últimos años de
una cultura de la posverdad, la interpretación de la realidad
que niega la realidad o fabrica realidades paralelas (hechos
alternativos) y que está muy conectada con una serie de intereses
económicos, vinculados a unas élites a las que interesa negar, de manera
cada vez más descarada, esa realidad que sin embargo está ahí. En el
ámbito político el manejo del discurso se ha vuelto clave para la
construcción de un relato que, transmitido a través de los múltiples
altavoces y plataformas actuales, determina la visión de las masas,
hasta el punto de que se habla ya de postpolítica (así se titula el interesante blog de Esteban Hernández. Mediante la utilización de esa retórica, los nacionalpopulistas han
superado durante el último lustro la que maneja el capitalismo
globalista. Sin embargo, con estrategias diferentes, unos y otros buscan
un mismo objetivo: negar que estamos en vías de colapso. Los primeros,
negando la ciencia, los segundos, retorciéndola para hacernos creer que
es una oportunidad de negocio; los primeros, suscitando miedos más
rentables electoralmente, los segundos, acallando temores fundados
meciéndonos entre canciones de cuna. Da igual: no reconocer la
emergencia es lo mismo que declarar la emergencia y no hacer nada[2].
Pero a la hora de desmontar la ocultación de la realidad, entendida
en esta ocasión como el sustrato y sustento natural-material, cabe dar
un paso más. Se trata de advertir la importancia de la naturaleza, de lo
terrestre, como actor esencial en la realidad humana. Como advierte el
sociólogo Bruno Latour, habíamos negado a la realidad natural su papel,
pero de pronto hemos advertido con estupefacción que es un actor
(económico, político y social) de primer nivel[3]. De pronto, la
crisis medioambiental puede suponer que empecemos a acostumbrarnos a
que la naturaleza deponga gobiernos, fuerce cambios sociales o imponga
crisis económicas[4].
En su reciente libro Dónde aterrizar: como orientarse en política, Latour apunta a la necesidad de reencontrarnos con la realidad de que necesitamos espacio, suelo…
en definitiva, unas condiciones de vida materiales (empezando por
oxígeno para respirar), sin las cuales no podemos subsistir. A fin de
cuentas, la palabra humano nos remite a humus: tierra, suelo. El propio concepto de naturaleza es un constructo (occidental y también moderno, no lo olvidemos): el ser humano forma un continuum
con la realidad que le circunda y en la que se inserta, pues la
realidad le da forma (desde nuestros tejidos y su composición, a la
presencia de otros seres vivos en nuestro organismo, como las bacterias
intestinales). Por tanto, incluso conceptualmente hemos aislado al ser
humano de la naturaleza que, sin embargo, lo sigue determinando. Esto es
algo que se nos escapa en nuestras sociedades, que se han confiado
autosuficientes y autónomas respecto de la realidad natural, física y
biológica, que la sostiene.
Latour apunta que la Modernidad, con su horizonte inalcanzable de
permanente progreso nos empujó a una visión desconectada de esa
realidad, que es la que alimenta la visión de los globalistas
neoliberales. No obstante, este modelo civilizatorio implica la negación
de la realidad en el ámbito social: ni el crecimiento económico, ni la
mejora tecnológica ni el progreso social alcanza a toda la población del
planeta. Al contrario, exige que no alcance a todos, porque su base
real (la de la economía real-real) no podría sustentarlo. Por
eso, como apunta Bruno Latour, los últimos 50 años, desde la publicación
del informe del MIT al Club de Roma sobre Los límites del crecimiento
y la consiguiente crisis del precio de la energía, son una huida hacia
adelante de las élites de este sistema económico. Gracias entre otros, a
Habermas, ya sabíamos que la tecnociencia estaba al servicio del capitalismo. Pero lo que ha llegado después es aún peor. La
ciencia y la técnica han sido utilizadas por las élites globales para
aumentar su bienestar, pero instrumentalizadas o, mejor, silenciadas,
cuando lo ponían en riesgo, para hacernos creer que no había ningún
peligro. Las artes de los globalistas se han movido desde el green capitalism
a la responsabilidad social corporativa para intentar ordeñar hasta la
última gota de una vaca que ya hace tiempo saben moribunda. “Después de
nosotros, el diluvio”.
Ahora bien, las élites nacionalpopulistas, que habían
perdido peso en los últimos decenios pero que desde la Gran Recesión de
2008 han ido viendo engrosar sus filas de adeptos con víctimas de la
globalización neoliberal, aguardan ahora mismo pacientemente el momento
en que el adversario globalista quede prácticamente grogui por este punch
a la globalización que es el coronavirus. Ese será el momento de
asestar el golpe final y afirmar la necesidad del repliegue identitario
como salvación autoritaria que imponga un orden interno y jerárquico
conveniente a las tradicionales élites locales. Ya desde hace poco la
extrema derecha centroeuropea había empezado a incorporar a su
argumentario ideas ecofascistas orgullosamente herederas de las nazis: la mejor preservación del medio ambiente es la protección del territorio respecto de los otros.
Hoy queda expedito un paso definitivo: si habían negado hasta hace poco
a la ciencia cuando era contraria a sus intereses, ahora podrán
utilizarla torticeramente para estos. La globalización no es viable.
Como Latour sugiere, para evitar caer en la tentación
nacionalpopulista de una mera vuelta al ámbito local, es necesario
iniciar un viaje sin mapas hacia un tercer polo diferente, el terrestre,
que no es nacionalista pero tampoco globalista; que no es moderno ni
premoderno ni antimoderno; sino que intenta comprender la necesidad
universal que todos tenemos de suelo. La manera en la que la
crisis medioambiental nos está dejando sin suelo debajo de nuestros
pies, especialmente a aquellos más vulnerables, revela la urgencia de
repensar las prioridades en nuestra interpretación del mundo. Y de
reintroducir la realidad en esa cosmovisión.
Insisto: ahora estamos no sólo ante una emergencia, sino también ante un ensayo de ese colapso que nos viene, y la realidad era esto.
Tras el impacto de su golpe… ¿esconderemos la cabeza como el avestruz y
volveremos a lo conocido? ¿Practicaremos atajos que conducen a
callejones sin salida ya transitados en el siglo XX? ¿O seremos capaces
de construir una nueva civilización, una nueva cultura, asentada sobre
la realidad, sobre nuestra realidad? Ya lo advertía hace unos días el papa Francisco a Jordi Évole: “Dios perdona siempre, nosotros a veces y la naturaleza… nunca”.
***
[1] Al respecto, no dejen de leer este interesante artículo reciente.
[2]
Que es lo que está pasando en tantos lugares últimamente. Las
declaraciones de emergencia climática territorial hasta el momento y en
general están siendo pura mercadotecnia de greenwashing, un lavado estético en una estrategia “catch-all” hacia el electorado medioambientalmente sensible. En mi caso menciono el ejemplo que más conozco, el de la ciudad de Sevilla.
[3] La importancia de la realidad y del factor naturaleza en esta crisis se apunta de manera muy sugerente en este artículo.
[4] Aún está por ver si este o futuros virus pueden acabar con la globalización, o al menos con muchas de sus dimensiones.
Pablo Font Oporto.
https://blog.cristianismeijusticia.net/2020/04/13/crisis-del-coronavirus-capitulo-dos-el-impacto-de-la-realidad
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