En el marco de la teoría de juegos el dilema del prisionero es un ejemplo clásico con le que trata ilustrarse el diferente resultado que puede conllevar la competencia feroz o la colaboración, partiendo asimismo de diversas perspectivas antropológicas. El dilema del prisionero suele ser también muchas veces la imagen que los partidarios de la competencia por encima de la colaboración exponen en cuanto a resultado más eficiente de los comportamientos humanos cunado se enmarcan en relaciones regidas por juegos de suma cero, en los que el que gana se lo lleva todo. Difiere claramente de las relaciones humanas insertas en juegos colaborativos, que buscan resultados win-win.
Estas semanas, junto con masivas protestas pacíficas, hemos asistido
también a violentos disturbios provocados por la sentencia del Tribunal
Supremo en la que, entre otras cuestiones, se condenaba a penas de
cárcel por delitos de sedición a varios miembros del Govern,
representantes políticos y líderes de entidades sociales
independentistas. No es nuestra intención llevar a cabo un análisis
jurídico de dicha compleja y extensa sentencia. Tampoco es nuestra
intención analizar pormenorizadamente las mencionadas respuestas
violentas que han degenerado en lamentables altercados y que han
provocado reacciones políticas de muy diverso signo en un contexto
marcado una vez más por la contienda electoral y en el que, una vez más,
parece que la estrategia de ambos extremos pasa por el “cuanto peor,
mejor”, en una escalada muy peligrosa.
Ya hemos abordado cuestiones relacionadas con este conflicto en el pasado (aquí, aquí o aquí),
pero de un lado la evolución de los acontecimientos estos años y, de
otro, la reflexión continuada sobre el mismo me ha llevado a una
evolución personal en este tema en cuanto a mis juicios sobre el mismo.
En todo caso, debe quedar claro por delante que este es un conflicto muy
complejo y poliédrico, en cuyo desarrollo han tenido parte diversos
actores, en su mayoría de manera desacertada. Y debe tenerse presente
que un tribunal de justicia (ni en el caso de la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut,
ni ahora del Tribunal Supremo sobre los sucesos que precedieron y
sucedieron al 1-O) es lugar para la resolución de conflictos políticos (como también aprecia el profesor Daniel Innerarity).
Esta última sentencia me parece excesivamente dura y severa, teniendo
en cuenta los comportamientos por los que se juzgaba a los encausados.
Más aún si cabe si se compara con conductas delictivas graves. La
sentencia tiene un claro carácter ejemplarizante y un enfoque
preventivo, además de ser muy discutible desde el punto de vista de la tipificación penal,
por más que se hayan vulnerado preceptos constitucionales. Ahora bien,
ya hemos advertido que no entraremos en cuestiones jurídicas, y mis
reservas respecto a la sentencia no implican que considere legítima la
actuación de los condenados. En particular, por lo que a los fines se
refiere. Me explico.
La semana pasada, a raíz de los hechos violentos acontecidos, gran
parte de las discusiones ha girado en torno a los medios. De esta
manera, se alegaba no solamente que el movimiento independentista ha
sido esencialmente pacífico todos estos años, sino que incluso en estos
momentos el comportamiento de la inmensa mayoría de manifestantes
también lo era. Esto es algo innegable. Sin embargo, bajo mi punto de
vista, es preciso desbordar una visión únicamente centrada en los medios
apara analizar también si los fines del movimiento independentista son
legítimos en cuanto a su estrategia y objetivos.
En particular interesaría abordar la cuestión de la resistencia civil
como estrategia que se pone al servicio de unos fines. Al respecto,
entendemos esencial desbordar el estrecho marco de la opinión basada
meramente en el incumplimiento de la legalidad, pues es innegable que la
historia de los derechos humanos ha avanzado mediante acciones de
resistencia civil. Ahora bien, esta tiene unos fundamentos (el bien
común, la dignidad humana, los derechos humanos…) y por tanto unos
límites. Por tanto, la cuestión es: ¿cuándo es legítima la resistencia
civil? Urge actualmente dar una respuesta a esta pregunta que aborde la
legitimidad de los fines, y no sólo de los medios. En efecto, en esta
sociedad dominada por la racionalidad instrumental, en la que nos
centramos en los medios y los fines se dan por supuestos, no se entra en
ocasiones a reflexionar suficientemente sobre estos últimos. Autores
tan dispares como Max Horkheimer, Martin Heidegger o Charles Taylor han
reflexionado sobre esto.
En este mismo sentido, el profesor Andrés García Inda
subraya que los análisis actuales sobre la legitimidad de la
resistencia y desobediencia civil se centran casi exclusivamente en la corrección los medios, y nada en la bondad
los fines. Ahora bien, coincidimos con este autor en que debe atenderse
también a la bondad de los fines perseguidos. Por tanto, “la cuestión
no es simplemente cómo es la protesta”, sino también “qué es lo
que realmente persigue o defiende aquella”. De este modo, defiende este
autor que “pacíficamente no se puede perseguir cualquier propósito, o
la estrategia misma deja de ser ‘pacífica’ (aunque aparente serlo)”.
Este autor pone varios ejemplos que ilustran cómo en la visión
preponderante actual esto significa se asume que pueden defenderse
objetivos que en sí mismos comporten violencia (en cuanto a negación o
exclusión de los otros), siempre que los medios empleados no sean externamente
violentos. Esto es particularmente importante porque, de hecho, cabe
recordar que “en realidad toda desobediencia a la ley constituye una
forma de violencia”, lo cual obviamente no implica que “toda forma de
violencia sea igual […] (física o psicológica, directa o indirecta,
intencional o no, manifiesta y latente…)”. Esto lo entendieron muy bien
algunos de los miembros de la llamada Escuela ibérica de los siglos XVI y
XVII, que aceptaron la resistencia civil y la desobediencia, pero
siempre sobre la base de unos fines claros fundamentados en el bien
común y como legítima defensa proporcionada frente a diferentes tipos de
violencia previa (véase al respecto, por ejemplo, el pensamiento del jesuita Francisco Suárez).
Pues bien, analicemos la legitimidad de los fines del movimiento independentista que puso en marcha el así denominado procés,
sobre todo, a partir de la sentencia del Tribunal Constitucional y las
movilizaciones contra la misma. Al respecto, es evidente, políticamente
hablando, es totalmente legítima la aspiración
nacionalista-independentista como aspiración a la creación de un Estado
propio. Por tanto, dentro del libre juego de la democracia, sería una
propuesta que podría ofertarse como una más dentro del electorado. En
ese sentido quiero que quede claro que rechazo cualquier criminalización
de la idea del cuestionamiento de la estructura territorial puesto que
la misma, más allá de raíces históricas y consensos sociales, es en
teoría contingente y revisable. Por tanto, nada más lejos de mi
intención que criminalizar la propia existencia del movimiento
independentista no ya sólo bajo la excusa de una desobediencia al marco
jurídico (siempre alterable, por muy difícil que sea en ocasiones), sino
tampoco bajo la supuesta existencia de un supuesto bien moral superior
constituido por el Estado o la nación española (como recuerden que la
Conferencia Episcopal española defendía hace años con el cardenal Rouco
Varela a la cabeza). No. Desde mi punto de vista el problema de
los fines se encontraba aquí en que los y las líderes del movimiento
independentista no pretendían simplemente obtener la independencia de
Cataluña. En realidad, pretendían obtener la independencia de Cataluña aunque no existiese un consenso social amplio al respecto.
Este matiz es muy importante. Me explico. Todos estos años, la hoja de
ruta del movimiento independentista, por parte al menos de la parte más
exaltada, ha pasado siempre por la inmediata necesidad de convocar un
referéndum, que se haría por las buenas o por las malas, con pacto o sin
él, como paso previo a una declaración de independencia unilateral que
caería por su propio peso como consecuencia de un abrumador apoyo a
dicha opción en dicho referéndum.
En efecto, por tanto, la estrategia legitimadora que se alegaba era
la siguiente: sólo pretendemos preguntar al pueblo lo que quiere. Y esa
ha sido también la estrategia de defensa de los condenados, empezando
por Oriol Junqueras: nuestro único delito consistió en poner urnas. Y a
priori todo esto parece muy razonable.
Pero hay un pequeño problema: hay una parte importante de la sociedad
catalana que no entraba en estos planes. Me explico. Un referéndum es
un instrumento de participación ciudadana, pero es también una
herramienta que se inserta en dinámicas de juegos de suma cero. El que
gana se lo lleva todo. Como la banca en algunos juegos de azar. Está
claro, por tanto, que en situaciones donde hay un amplísimo consenso,
por encima del 90 o 95%, un referéndum puede ser un interesante
instrumento de participación. Pero en situaciones en las que,
como en la sociedad catalana (como también en la española) existe una
fragmentación o incluso una polarización sobre alguna cuestión, un
referéndum no es la herramienta óptima. Dicha fragmentación o
polarización era y es obvia a la vista de los resultados reiterados en
las múltiples convocatorias electorales de los últimos años en Cataluña,
en las que además el peso de la cuestión territorial ha sido muy
elevado e in crescendo.
¿Qué conclusión podemos pues obtener? Que en las decisiones de los lideres del procés lo
que se trataba era de obtener un resultado de ganancia total que no
contemplaba la posibilidad de dialogar, deliberar, negociar con otra
parte de la sociedad catalana. Una democracia deliberativa
implica esto: la necesidad de ponerse en la piel del otro/la otra, de
tratar de comprender sus argumentos, aunque no se compartan.
Implica aceptar que, al igual que yo soy libre de tratar de convencer al
otro, este es libre de no dejarse convencer por mis argumentos. En este
sentido, un referéndum pactado, a nuestro juicio, no pasaba sólo por un
acuerdo entre Generalitat y Estado español sino también por un
amplísimo consenso entre la sociedad catalana (y tal vez también entre
los partidos políticos catalanes). Pero ya sabemos que no hubo ni lo uno
ni lo otro.
Esto implica diálogo, paciencia, un camino a trabajar juntos y
juntas. Ya sé que esto no es fácil. Ya sé que que muchas veces desde
otros lados no se ha hecho. Ya sé que la estrategia de elaborar relatos autoreferenciados,
diseñados sólo para los/as míos/as, en los que se intenta justificar y
legitimar los actos propios ante el propio electorado no es algo
exclusivo de este movimiento (lo hemos podido ver la semana pasada por
parte de los partidos de derecha españoles al reclamar la aplicación del
artículo 155 o, incluso, del estado de excepción). Pero cuando se toman
determinadas decisiones, estas tienen sus consecuencias. En todo caso,
lo más triste, a mi juicio, es cómo se ha tratado de ningunear en muchas
ocasiones a la otra parte de la sociedad catalana, tejiendo un relato
que reduce el conflicto a una disputa Catalunya-Estado, cuando ya
sabemos que existe muchas Cataluñas, como también muchas Españas.
Por tanto, yo diría que, si los condenados fueron culpables de algo,
fue de actuar en el marco de dinámicas de juegos de suma cero. Y si bien
esto parece algo nimio, acostumbrados como estamos a que tantos lo
hagan, no deja de ser relevante. Primero, porque los/las conductores de
la hoja de ruta del procés, en nuestra humilde opinión,
defendieron ciertos fines que quedaban deslegitimados por la forma y
extensión en que se plantaban. Y, segundo, porque en su actuación
conforme a los mismos, atacaron de forma inadecuada los cimientos de la
convivencia social en su intento de ganar completamente en esta dinámica
de juegos de suma cero. Por ejemplo, al aprobar las leyes de
desconexión, celebrar el referéndum o proclamar la declaración de
independencia unilateral. De este modo, paradójicamente, los presos
enfrentaron equivocadamente, cuando aún estaban en libertad, al dilema del prisionero. No cabe duda de que desde la otra parte hubo respuestas desmedidas e inaceptables, pero eso es otra cuestión que ya hemos tratado en su momento.
En conclusión, cuando se habla de que los fines eran legítimos y los
medios pacíficos, reconociendo esto último, debemos negar la premisa
mayor. Y es que los fines, del modo y con la extensión en que eran
buscados, no eran legítimos, y mucho menos como justificación para la
resistencia y la desobediencia civil. La prisa que manifiesta de nuevo
el señor Torra sumándose al eslogan de “ho tornarem a fer” y proponiendo un nuevo referéndum en la próxima primavera se enmarca en esta misma posición.
Nos encontramos, pues, ahora que la respuesta desproporcionada por
parte del Estado a las insensatas acciones de los dirigentes del procés,
unida al inmovilismo del nacionalismo español, ha desembocado en una
frustración que ha conducido a la aceptación de la violencia como último
recurso de protesta por parte de los más jóvenes. Pero no debe
olvidarse que hay una cuestión viciada en el origen del planteamiento de
este proyecto, al menos tal y como se ha desarrollado estos años.
No es mi intención concluir con un simple reparto de culpas estéril que desemboque en un nuevo círculo de “y tú más”,
tan habitual en la política española. Es preciso aferrase a la
esperanza y al optimismo. Decía una canción del (madrileño) grupo
Mecano: “que con mis piedras hacen ellas su pared”. Después de la
tempestad debe venir la calma. Muchas gentes con posiciones intermedias
de una y otra orilla lleva años dialogando, desde diversos ámbitos y en
la línea del mencionado modelo de democracia deliberativa. Así lo
llevamos haciendo dos años un grupo de personas con diversas
sensibilidades políticas, coordinados desde Cristianisme i Justícia. Fruto de nuestra mutua escucha fue el manifiesto “Es posible renovar la convivencia”.
Creo que hoy más que nunca ese diálogo que tienda puentes es necesario (y así lo reclaman muchos).
Desde mi perspectiva, esa construcción en positivo debería transitar
por propuestas que, de un lado, superen planteamientos identitarios
excluyentes y, de otro, exploren con creatividad la superación de
estructuras políticas cada vez más obsoletas como son las del
Estado-nación. Todo ello de cara a abordar los inmensos desafíos que el
presente nos impone. En todo caso, como dice un buen amigo del otro lado del puente, “seguimos”.
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