En estas páginas publicamos la primera parte de un viaje por los desiertos que el Crecimiento Económico ha venido extendiendo por
Andalucía: olivares sin yerba, plantaciones papeleras, devastación
minera, desecación de acuíferos.
Continuamos hoy adentrándonos en Sevilla, la urbe más populosa, que los
ministros se empeñan en que deje de ser la ciudad mediterránea que fue
para disputar con las grandes conurbaciones globales. Por eso va
ciñéndose al modelo único, que debe contar con los cuatro cinturones de
rigor: turístico, residencial, de grandes superficies y de los polígonos
industriales. Atravesando estos piensa el viajero que son probablemente
la creación más horrenda de cuantas han parido las civilizaciones.
Comprobará después, en su deambular sonámbulo por las autopistas, que el
modelo de conurbación de cinturones se ha extendido ya, como
metástasis, por toda la geografía, porque no hay villa que no haya
inaugurado, con toda pompa, su polígono industrial. Testimonian el culto
que se le rinde hoy al Crecimiento y al Trabajo, como antaño los
humilladeros y ermitas extramuros señalaban que los vecinos del lugar
obedecían a la Santa Madre Iglesia. Pero ahora con fealdad a escala
industrial.
Algunos de estos humilladeros al Crecimiento vomitan fuego, como los
colosales del paisaje destrozado de la Bahía de Algeciras, pulmón del
Desarrollo, como ha sobradamente demostrado la Ciencia
Económico-Estadística. Un artesano como José Luis Tirado ha tenido
sensibilidad artística para captar la estética de la fealdad demencial
de estos paisajes (Paisaje del retroprogreso), porque hay una estética
de lo horrendo como hay un aspecto terrible de lo sagrado.
La autopista se dirige hacia oriente, y a ella viene a desembocar la
autovía Jerez-Los Barrios, otro megaproyecto excretor de coches, al que
una comisión de cráneos privilegiaos concedió un premio medioambiental,
por atropellar cientos de miles de alcornoques con estándares de
sostenibilidad. Nos desplazamos hacia oriente, pero no tenemos la
impresión de avanzar, porque los kilómetros son engullidos por una
sucesión de cemento, alquitrán y algún relicto de pastos degradados. La
impresión es desoladora, como si la indigencia espiritual de los
miserables especuladores se hubiera desparramado por las costas tras un
festín hortera. El turista de sol y playa, una de las formas de
peregrinación en la era de la megamáquina industrial, viene a estas
playas a darle culto o gusto al cuerpo (lo miso es), pero llega a un no
lugar de distracción tan forzado y extenuador como el trabajo que ha
dejado en las conurbaciones de las que viene huyendo.
Pero la autopista termina tragándoselo todo y el viajero llega pronto
al mar de plástico almeriense: treinta y seis mil hectáreas de plástico
de usar y tirar que a saber dónde irá a parar, y sin que decaiga el
desvelo de los ministros porque las cifras aumenten. Es una de las dos o
tres huertas que han quedado en Europa, donde hasta hace unas
generaciones hubo cientos de miles diseminadas por toda la geografía, y
en especial en el entorno de las ciudades, que de ellas se abastecían de
casi todo lo necesario. La sabiduría hortelana se las ingenió para
llevar el agua desde fuentes y barrancos, sin quebrantarlos, hasta las
tierras fértiles, mediante acequias, albercas y otros ingenios
vernáculos, autogestionados comunalmente muchas veces. Pero las
conurbaciones no pueden abastecerse de sus vegas aledañas, invadidas por
cemento y rotondas, como la vega de Granada o el Aljarafe sevillano. De
manera que nos va quedando solo la huerta almeriense del plástico,
cuyas dimensiones son proporcionales a la concentración de poder a que
nos ha traído el industrialismo.
Lo que se cosecha bajo los plásticos parecen productos agrícolas,
pero son industriales, pues el suelo se usa apenas como soporte de
sustancias artificiales provenientes del petróleo y otros engendros
sintéticos y genéticos. Y donde hubo conocimientos campesinos
transmitidos generación a generación, hay hoy instrucciones cifradas del
oligopólico agroquímico, que el dueño (¿?) del invernadero aplica
maquinalmente.
La noche nos alcanza en los plásticos, pero no el desaliento: no son
estas letras desalentadas, sino de rabia pacífica y conciencia nítida de
que no tendría que haber sido así. Y de que no se trata de desandar el
camino, pretensión melancólica y descabellada, Pero sí de reunir el
conocimiento y el coraje político para cambiar el rumbo de esta nave tan
hermosa, todavía. Y si no, que podamos decirnos a nosotros mismos en la
hora última que no fue con nuestro silencio; que no sea con nosotros la
banalidad del mal a que se refirió una de las autoras más corajudas del
siglo XX.
Alguien pensará que está desaparecida la gente de este escrito, o que
nos importa más el paisaje o el agua cristalina. No es así: ocasión
habrá en que intentemos humildemente mostrar que el daño que hacemos a
la tierra es solo el reflejo del que nos hacemos a nosotros mismos.
Félix Talego
https://portaldeandalucia.org/opinion/los-desiertos-en-andalucia-2/
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