Son muchos los pensadores, premodernos y modernos, que han
mostrado que la sencillez, la mesura, la serenidad y la contemplación
son atributos que adornan a toda persona madura, y que tales son los
valores que han cultivado las comunidades en las que el respeto a cada
persona ha brillado más que las conquistas y los monumentos. Dos breves
ejemplos: a mitad del siglo XIX David Henry Thoreau lo expresó así en
Walden (1854):
“…los más sabios siempre han vivido una vida más
sencilla y austera que los pobres. Los antiguos filósofos chicos,
hindúes, persas y griegos formaron una clase tan pobre en riquezas
exteriores, y rica en interiores, como no ha habido otra.”
Y ya en el XX Antoine de Saint-Exupéry dio a la misma idea más aliento poético en El pincipito (1943), a la par que refutaba, del modo más sencillo que conozco, la Ciencia Económica:
- Buenos días -dijo el principito
- Buenos días -dijo el mercader.
Era un mercader de píldoras especiales que aplacan la sed. Se toma una por semana y ya no se siente necesidad de beber.
- Por qué vendes eso? -dijo el principito.
- Es una gran economía de tiempo -dijo el mercader-.
Los expertos han hecho cálculos. Se ahorran cincuenta y tres minutos por semana.
- ¿Y qué se hace con esos cincuenta y tres minutos?
- Se hace lo que se quiere…
- Yo -se dijo el principito-, si tuviera cincuenta y tres minutos para gastar caminaría tranquilamente hacia una fuente…
Con todo, los economistas y los ministros, sean del
partido que sean, continúan empeñados en seguir elevando nuestro nivel
de vida, erradicar la pobreza (entendida como carencia material) y
lograr para la humanidad entera (y para ellos) la opulencia material y
confort ideales. Todas las autoridades económicas y la mayoría social
global tienen claro qué es una vida buena: un buen nivel de vida, donde
haya mucho que consumir y voracidad insaciable de cosas y
entretenimiento. Así, vivir es consumir y estar entretenido, para lo
cual hay que trabajar, argumento invertible: hay que consumir para
seguir creando puestos de trabajo, pues ¿qué vida sería esa en la que no
se pudiera trabajar para consumir para trabajar para consumir…? Es una
necesidad; es la Necesidad: ¿acaso no somos los seres humanos animales
necesitados? Efectivamente, la idea del “nivel de vida” tiene detrás,
sustentándola, toda una antropología, una concepción del ser humano: un
animal necesitado, aunque él mismo no lo crea y parezca que no se
comporta en consecuencia.
Genealogía del mito
La noción de un ser humano universalmente necesitado es
relativamente nueva en el acervo de ideas, creencias y mitos que han
dotado de sentido a las culturas. Así lo enseña la historia comparada de
las creencias y religiones. Comienza a madurar en el siglo XVIII, en el
marco de una polémica entre ilustrados, los llamados mercantilistas,
que argumentaron a favor y en contra de lo que llamaban “la utilidad de
la pobreza”. El problema de fondo que animó el debate fue la “pereza”,
desinterés y subsecuente abandono de sus empleos por muchos pobres a
poco que se les conminaba a aumentar el tiempo o el esfuerzo en la
tarea. Fueron decisivas en la discusión las aportaciones de Bernard de
Mandeville (La fábula de las abejas, 1714) y de Adam Smith (La riqueza
de las naciones, 1776). En el seno de esta polémica comenzó a
especularse sobre las necesidades humanas, desde posiciones que buscaban
el modo de suscitarlas contra la pereza y el absentismo, hasta las que
creyeron ya en un hombre abstracto esencialmente necesitado y siempre
propenso a intercambiar para satisfacer unas necesidades potencialmente
infinitas. Así se figura al Hombre abstracto universal Adam Smith en su
obra citada, decisiva para la Ciencia Económica, hasta el punto que tal
Saber echa a andar con ese tratado, encomiado todavía hoy por su
abundante discipulado.
Thomas Malthus, otro de los padres de la Economía, hizo suya la idea del Hombre universal necesitado en su Ensayo sobre el principio de la población
(1798), e hizo alguna aportación importante: planteó que no solo cada
hombre está en perenne necesidad, sino que la humanidad toda, desde
siempre, ha estado en perpetua necesidad, porque una “ley natural”
determina que la población crezca más que los alimentos. Ello conduce,
aseguraba, a una inexorable guerra por los alimentos, que ganaban las
clases superiores con su mayor previsión. En la versión malthusiana de
la Necesidad, la guerra de todos contra todos, que Hobbes había
explicado en base a una compleja inclinación del alma humana (que
pretendía entender también la antieconómica tortura, o el suicidio),
queda toscamente reducida a una animalesca (etológica) lucha por las
cosas o “lucha por la existencia”. Esta misma tesis sería recogida
cincuenta años después por Charles Darwin en El origen de las especies(1859),
pero llevando al extremo el etologismo que ya sostuvo Malthus: la lucha
por la existencia y la supervivencia de los mejor adaptados preside la
evolución de todas las especies, la humana entre ellas.
Tenemos pues que la idea de un ser humano egoísta y
acaparador, sobre la que edifica Smith su teoría del enriquecimiento de
la comunidad, es extendida en las versiones posteriores de Malthus y
Darwin, que conciben la historia de la vida y la historia humana como
una perenne y siempre precaria huida de la Necesidad, que acecha sin
fin. Esta concepción pesimista del ser humano y la humanidad alcanza en
su circularidad argumental una apariencia imponente e incontrovertible:
como la Necesidad preside la existencia, el egoísmo, la competencia, el
afán acaparador y la lucha acometedora son impulsos positivos, un
“instinto de especie”, lo mejor de la humanidad.
Marx ideó otro relato sobre la Necesidad, que contribuyó
también al encumbramiento moderno de esta. Era buen conocedor de las
filosofías antiguas, especialmente la griega, y creía que la humanidad
persigue veladamente desde el principio la libertad. Y asimismo
compartía que la libertad solo se logra cuando no hay necesidad. Hay
pues, en Marx como en los antiguos, la convicción de que las facultades
humanas más elevadas solo se alcanzan cuando la necesidad ha sido
abolida. Sin embargo, la discrepancia de Marx con toda la sabiduría
antigua, invocada por Thoreau, es radical en lo que refiere al camino
para lograr abolirla: Marx pretendió que la necesidad solo sería
superada tras su apoteosis histórica final en el límite de la opulencia
saciada; los sabios antiguos fueron maestros en el arte del crecimiento
interior soslayando, aquietando la necesidad. Estos enseñaron la
sencillez e incluso la desposesión como vía a la libertad; Marx enseñó
la saciedad opulenta extendida al conjunto de la humanidad como vía a la
libertad. Eso es lo que significa la expresión “desarrollo de las
fuerzas productivas”. Marx nos exhorta: desarrollad las necesidades
viles y entregaos a ellas, pues de tal afán nacerá al final,
paradójicamente (dialécticamente) la superior libertad.
Todo el socialismo posterior ha venido siendo fiel a este
núcleo del relato de Marx y ha comulgado con la idea de que la libertad
será el resultado paradójico (dialéctico) de la apoteosis de la
necesidad: el desarrollo de las fuerzas productivas y la elevación del
consumo y “nivel de vida” son un medio, una travesía del desierto,
necesaria para arribar al reino final de la libertad. La fórmula
esencial del socialismo marxista podría expresarse sencillamente así: a
la libertad por el yugo de la necesidad mediante el trabajo.
El mito consagrado
En fin, los padres de la modernidad, aunque con matices,
celebran todos la Necesidad y sancionan la idea de un Hombre Necesitado
Universal: la Necesidad espolea al Individuo (Smith), a la Humanidad
(Malthus), a la especie humana (Darwin) a la Historia (Marx). La
necesidad aguijonea, hostiga, inquieta, y por ello en su apariencia
primera se muestra importuna, y adversa en sus efectos inmediatos. Pero,
según este mito moderno del Hombre Necesitado, sería antieconómico e
incluso inmoral desoírla: debe ser atendida para que espolee e impulse a
adquirir más, a consumir más, a trabajar más, a producir más, para que
cada quien y la humanidad prosigan en pos del Futuro definitivamente
progresado de Crecimiento.
Este gran relato productivista ha perdido todo atractivo
para las minorías intelectuales o artísticas, pero sigue nutriendo de
sentido el orden institucional crecentista y alcanzando para la mayoría
el grado de obvio y “natural”. Y permeando no poca teoría sociológica:
toda aquella que asume acríticamente el concepto “nivel de vida” o
“bienestar material”, dando por supuesto que pobreza y riqueza son,
respectivamente, carencia o abundancia de cosas.
Heterodoxias
La tradición republicanista, las místicas oriental y
occidental y las nuevas aportaciones del feminismo y el ecologismo no
consagran la Necesidad: no comparten que una vida buena sea un buen
nivel de vida; no creen que pobreza sea primera ni necesariamente
carencia material o escasez de cosas, sino sometimiento y servidumbre;
que, por ende, riqueza no es, o no es primordialmente, abundancia
material, sino dominio; no creen que los bienes de la tierra sean
fundamentalmente “recursos” para el fin superior de la Producción. Desde
estas perspectivas, lo definitorio de una sociedad o comunidad política
no es su opulencia material, ni aún lo mejor o peor repartida que esté,
sino que las relaciones personales se asienten sobre el par
dominante-dominado o, por el contrario, en una trama de paridad
convivencial; si la autoridad es entre maestros y discípulos o, por el
contrario, entre jefes y subordinados, amos y esclavos. Desde estas
tradiciones, se cree que este mundo es más maravilloso que conveniente,
más bello que útil (Thoreau); que una ocupación es útil si es hermosa y
que lo esencial es invisible a los ojos e inconmensurable
(Saint-Exupéry).
Félix Talego
Profesor de Antropología Social en la Universidad de Sevilla
http://ctxt.es/es/20171025/Firmas/15611/consumismo-saint-exupery-marx-darwing-ctxt-talego.htm
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