Moloch en Palmira



Una imagen del Templo de Nebo, en Palmira, hoy amenazada por ISIS.


“En la noche del 20 al 21 de mayo los muyahidín del Califato han tomado el control total de la ciudad siria de Tadmor, también conocida como Palmira. La captura tiene un gran valor estratégico pues supone abrir el camino para avanzar hacia áreas clave de Siria, controladas por el gobierno de Al Assad”. (Al Yazira).

Con esta noticia que ha dado la vuelta al mundo me desayuno en un hotelito de Homs. Y sin pensarlo más, decido sobre la marcha hacer una visita a Palmira. La ciudad queda a unos 160 kilómetros de Homs, en una carretera sin curvas, a través del estepario desierto del Cham. El taxista de estos días en Siria, Saader, regatea conmigo el precio y me toma por loco. Pero la belleza de esta ciudad de la antigüedad y la certeza de su pronta destrucción me empujan a los espacios abiertos del desierto sirio y cierro el trato enseguida. Con no pocas cautelas dejamos Homs y dando un rodeo por el Norte enfilamos el taxi por el camino de Tadmur. Pasado Furqlus, Saader desvía el coche y lo mete por un sendero apenas visible. “Este sarraceno, adónde me lleva ahora”, pensé. Me encojo pues de hombros y le digo en voz alta: “salga el sol por Antequera”. El amigo me sonríe y dice: “preguntamos a los beduinos y llegamos igual. En el desierto siempre hay gente”.

A cubierto de la noche, y con ayuda de unos beduinos, entramos en la ciudad árabe. Huele a fritanga, a perros muertos, y hay basura por doquier. El panorama hotelero es desolador: ni sombra del Meridien, y nada que hacer en el legendario Zenobia Cham. Es de locos tirar en esa dirección, de modo que Saader consigue un triste alojamiento en el Al Burj, que está junto al museo arqueológico, y cenamos pronto. No tenemos muy claro cuándo vamos a comer de nuevo, dada la situación en la ciudad.

La importancia de las ruinas de Palmira se debe a que constituye un importante centro de arte del mundo antiguo y a su prosperidad entre los siglos I y III de esta era. Su riqueza patrimonial y el buen estado de sus edificios monumentales hacen que Palmira sea un atractivo turístico rival de Petra, y además tiene un aire de grandeza solo comparable a la vecina Persépolis. Es un bien cultural que pertenece a la Humanidad y no en vano ha sido considerada Patrimonio Mundial desde 1979. La destrucción de estos bienes se considera crimen de guerra…



El Arco de Palmira, otra de las joyas arquitectónicas de la ciudad.


A la mañana siguiente me largo a dar una vuelta por el oasis, haciendo eses entre las palmeras. Tadmor tiene un extenso oasis con huertos de olivos y palmeras, con agua que llega de numerosos arroyos. Al Sur del oasis hay, a las afueras, tumbas diseminadas con forma de torre. El Valle de las Tumbas, al pie del Qalaat ibn Maan, el castillo sobre la colina, es un área de hipogeos. Constan de varias cámaras con nichos, donde se ubicaban los bustos de los difuntos. El dueño de la tumba aparece tumbado en un lecho y rodeado de sus parientes. La bandera negra del Califato ondea arriba en el castillo.

Después de recorrer los sepulcros de Marona y de Aranatan, de admirar los retratos del hipogeo de los Tres Hermanos, me topo con dos turistas en la Torre de Elahbe. El calor es sofocante, y sin embargo la veterana pareja anda a la busca de la Torre de Yamblico. Me acerco y saludo en inglés: “May I help you?” Para mi asombro me contestan en un español con un tono lento: “Nos hemos perdido y esperamos el autobús de vuelta al hotel”. Con gentileza los sitúo a la sombra de una de las torres macizas y les pregunto sus nombres, pero tienen un aire distraído. “Me llamo Antonio Cirera, ella es mi mujer, Dolores Rami, somos setentones ¿sabe usted?” El aire levanta una leve brisa que apenas me alivia. Caigo entonces en la cuenta de la situación: Antonio y Dolores son la pareja víctima del ataque al Museo de El Bardo en Túnez, hace dos meses. Él tenía 75 años y ella 73, eran de Barcelona.

Con el golpe de sol que me ha dado desando la caminata y me encuentra Saader a medio camino. De vuelta al hotel, un estampido seco nos detiene. El cielo es rasgado por un vertiginoso caza que desaparece por el Este. Mis oídos acusan el trueno, mis labios alojan una arenilla que me hace rechinar los dientes. Nasser, el recepcionista, me regaña y nos habla a gritos: “¡Los aviones de Al Assad castigan a Tadmor! ¡No salga fuera otra vez, míster!” Aturdido, no me queda otra que llevarme una colchoneta floreada de la recepción y me voy a la piscina sin agua a echarme un rato. Me zumban los oídos. Los cristales esmerilados de las ventanas tiemblan.

La actual ciudad de Palmira no es ninguna aldea beduina. Con sus 40.000 habitantes es un centro administrativo con hospital, escuelas y servicios turísticos, una pequeña pero moderna población. La tragedia para Tadmor-Palmira es haberse convertido en target, objetivo militar en esta guerra civil que dura ya cuatro largos años. La existencia del aeropuerto, de los campos de gas natural y de la cárcel le dan una relevancia estratégica. En cuanto a las ruinas, no interesan a ninguno de los bandos en liza, salvo como saqueo.

Dos horas más tarde vuelvo a la recepción decidido a continuar la visita de esta ciudad. Pregunto a Nasser por el museo arqueológico y me contesta haciendo aspavientos: “¡Es cerrado, lo tienen los muyahidín! ¡Mercenarios!” Por darle palique le pregunto, mientras ramoneo media granada: “¿Y si destruyen Palmira?” Aquí tanto Nasser como Saader se ponen serios y afirman que los muyahidín no tienen interés en demoler los templos sino en saquear y vender las estatuas de los ídolos. Y añaden que también Al Assad se ha llevado mucho de lo que conservaba el Museo. “Botín de guerra míster”. En mis manos tengo lo que debió ser un folleto turístico. Lo leo sin leer: “Palmyra, Paradise on Earth” con fotos del hotel. Me puede la impaciencia, pido un sombrero y mi pasaporte y salgo.

La calle está más que solitaria voy pisando cristales y un retrato de Bashar al Assad el presidente. La algarabía de los pájaros al atardecer y el sol declinando me enervan y me veo apretando el paso. Las tiendas están cerradas, y un poco antes de llegar a la zona arqueológica veo un grupo de jóvenes que hacen palmas y fiestas a un barbudo con turbante negro. Es un tirador, parece ocioso y se deja zarandear por los palmerinos. “No me ha visto”, me digo, pero no me confío demasiado. Al pasar delante de un olivo de hojas plata y verde, siento que me susurra. Pero no es a causa del viento. Para el Profeta (s.a.s.) el olivo es un árbol sagrado de Allâh.



Un pastor beduino.


Llego al principio de la gran columnata de la ciudad romana. Palmira se abre ante mí en todo su esplendor. A lo largo de sus 1.200 metros, la calle principal, orientada de Este a Oeste, tiene un doble pórtico adornado con tres ninfas. Por la calzada que piso circulaban los carros y las cabalgaduras, mientras los peatones caminaban bajo los pórticos, a los lados, a la sombra de las columnas doradas. Al sur queda el Ágora, la casa del Senado y el teatro. Allí estaba la vida ciudadana y comercial donde se hacían los negocios. Palmira ha sido siempre cruce de caminos y punto de descanso para las caravanas que venían de la India, del Iraq, y seguían hacia el Mediterráneo. Las ruinas de esta ciudad cubren más de seis kilómetros cuadrados: las termas, los pórticos del Templo de Nabú, el dios de los oráculos, el Templo de Baal Shamín, dedicado al dios de las tempestades, el Templo de Allat, bien conservado, y el Campo de Diocleciano. Por encima de estos edificios destaca la mole dorada del Templo de Bel, sobre un altozano.

Dejo atrás el arco monumental y avanzando por el decumanus de columnas arribo al teatro. Muy restaurado, en este edificio del siglo II d.C. se suelen representar bailes folclóricos y espectáculos. La escena, con columnas y nichos, tiene dos pisos, y la cavea tiene bellas gradas de mármol. Se ve que el teatro fue más alto y de más capacidad en su tiempo. En cambio, el actual queda reducido, recoleto. Es aquí donde, según el diario La Vanguardia, los muyahidín asesinaron el pasado 27 de mayo a veinte soldados del régimen. Según la agencia Efe, los tiradores han acabado a balazos con los soldados delante de un grupo de civiles sentados en las gradas.

Por las calles muertas de la ciudad solo pasean algunos pastores. Consigo fotografiar a uno de ellos a cambio de un cigar. En su inglés básico me pregunta: “Amircan? Niego con la cabeza y le respondo en árabe: “Ana, al-Andalus”. Lleva un corderito en brazos como un nuevo moscóforo o Buen Pastor de la iconografía cristiana. “Don’t go on!” Me dice al despedirme de él.
A la izquierda de la calle principal me encuentro el Templo Funerario. Este edificio conserva la fachada columnada y una escalinata. Dedicado al culto de los muertos, tuvo pilas de sarcófagos en su interior y una cripta. Decido no entrar, dada la hora. La calle es aquí un caos de cascotes, baches y piezas sueltas de mármol. A tiro de piedra queda el Templo de Nabú o Nebo, el dios babilonio de la escritura. Los cultos asiáticos eran parte de la vida de Palmira. El templo tiene una cella rectangular de tipo períptero. Las columnas, tiradas por tierra, conservan al menos las basas. Sobre ellas se han colocado los capiteles corintios. El edificio recibe ahora una luz que le da un tono anaranjado y rojizo a la piedra.

Sentada en un capitel veo una muchacha con jersey verde, pantalones claros y abrigo azul. No parece de por aquí, la verdad. Al acercarme, sus ojos sonríen pero su semblante es serio, tiene un aire grave. Cuando intento hablar con ella solo repite: “busco a Samuel busco a mi bebé”. Advierto que a pesar de la escasa luz de la tarde su figura tiene ahwar o blancura intensa. Hay un resplandor en ella, y entonces caigo en la cuenta de que se trata de Anabel Gil Pérez, una víctima del 11M que estaba embarazada de siete meses. Todo su afán era ser madre de Samuel, su bebé. Ella iba en los trenes de la muerte. Solo acierto a decirle estas palabras de la poetisa siria Maram Al Masri:

“Entornaré los ojos,
y no montaré guardia
ante tu templo.
Esta vez,
permitiré
que el dios libertino
huya descalzo”.

Sigo adelante, el ocaso hace que las sombras caigan sobre la ciudad antigua. Está claro que me he metido en una suerte de oscuro laberinto roto, y no es seguro que salga de él. Pero no debo tener miedo, me digo, hay algo en Palmira que me deja seguir, algo que está en el ambiente. Debo reconocer que estoy acojonado. No sé lo que me espera en el cerro donde está el templo de Bel, y sin embargo allí me llevan mis pasos. Como dice el taxista Saader: “Allâh sabe”.



Templo de Bel.


El encanto del lugar es difícil de superar y la porosidad de la piedra clara hace que con razón se hable de Palmira como la ciudad de las columnas rosadas. El esplendor de Roma hizo de Adriana Palmira una ciudad civilizada, que tuvo un reino propio durante cuatro años, con Zenobia como reina del desierto. Pero fue el emperador Aureliano el que acabó con la ambición de la Cleopatra siria y la reina Zenobia fue capturada en el año 272 d.c.

A unos metros de arribar a la explanada, en la parte alta de Palmira donde está el templo de Bel, unos chicos me gritan, me hacen señas. Oigo solo una palabra repetida, como un eco: “Amircan!” Me paro y me vuelvo a la derecha, esperando. Se acercan a donde yo estoy seis o siete de ellos (los 7 durmientes de Éfeso) y me rodean. Sonrientes, gentiles, me hablan en árabe. “Anlamiyorum” (“no entiendo”) respondo en turco. Uno de ellos me habla en inglés y señala el palmeral con el brazo: “¡Los árboles cantan a Allâh, las aguas del oasis están vivas!” Miro en la dirección indicada y veo que las palmeras ahora reciben una luz lunar. Los troncos de los árboles tienen tonalidades de oro y plata. Pero el sol no se ha puesto aún. Algo gigante y extraño ocurre sin duda. Mis nuevos amigos, serenos y sonrientes, también tienen ahwar, resplandecen de blancura. Me explica otro: “somos gente del Paraíso, la yanna, no tengas miedo”. Replico más curioso que nunca: “What about Palmyra?” Y ellos: ¿Aún no lo ves? El Sustentador la protege, Palmira está salva”.

Vuelvo al camino pedregoso bajo los efectos de la visión. Justo al límite del palmeral surge el fantástico santuario de Bel. Al viajero este lugar lo abruma, es inquietante por sus dimensiones, y el edificio tiene además elementos insólitos. Uno sabe que entra en un recinto santo, cargado de Baraka.
En mi mente resuenan las advertencias de los huríes del oasis: “Don’t go on, Amircan!” Desde el altozano veo la silueta oscura del Yebel al Tadmudiyah destacándose en el horizonte cambiante del atardecer. Desde aquí se ve la extensión de ruinas hasta el Valle de las Tumbas.

El templo fue mandado erigir por el emperador Tiberio en el 19 d.C. El enorme edificio es un templo períptero, es decir, las columnas rodean el exterior de la cella. Tiene un patio inmenso, propio de los templos orientales, de 210 metros por 205. Además, lo que resulta raro, insólito, es que la puerta principal está situada en un muro lateral y no está muy centrada. Para colmo de señales ominosas, en lugar de un sancta-sanctorum, el templo tiene dos, dedicados a los dioses Aglibol y Yarhibol, hijos del dios fenicio Bel o Baal Moloch. Este dios de dioses, de origen cananeo y fenicio, es también llamado “la Abominación de Moab”, y se le ofrecían sacrificios humanos. El sumo sacerdote del horrendo Moloch vestía la túnica púrpura en las ofrendas sacras. Este culto se difundió por Cartago, donde el horno de Moloch incineró a cientos de niños.



Panorámica general del Valle de las Tumbas.


Con paso breve, a la escasa luz del crepúsculo, entro en el recinto del sancta-sanctorum. El desierto se cierne más allá, las dunas se llenan de sombras. Las ruinas intensifican la sensación de estar entrando en una especie de Caja de Pandora. Para mi asombro, en el interior oigo unas voces, un cuchicheo en una lengua extraña. Una pareja fuma y habla en un rincón, sin ningún apuro. Me acerco a ellos y ahora sé que están hablando en francés. Sus caras me resultan familiares, él tiene gafas y un aire de adolescente eterno, ella tiene el negro pelo desordenado, gafas de pasta y los labios pintados de rouge. La sorpresa y el horror me asaltan a una: he reconocido a Charb, el editor del Charlie Hebdo, y su colega Elsa Cayat, ametrallados un 7 de enero en París a manos de tiradores en la sede de la revista. Pero ellos no me miran, están como ausentes. En el resplandor del vientre incandescente del dios, el sonido del roce de las alas de los malâ’ika (los ángeles islámicos) les impide oír mi grito de horror lanzado a la noche. ¿Vuelve Moloch a Palmyra?

Por Francisco Ortiz / Fotografía: Isa Z.
junio de 2015
http://www.gurbrevista.com/2015/06/moloch-en-palmira/

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