Cuando hablamos de la rapiña
y de la corrupción moral del presente deberíamos estar en
condiciones de hurgar en las raíces de nuestro actual desconcierto.
¿Cómo podríamos esperar hoy una sociedad moralmente aceptable
cuando ayer nos decantábamos completamente por el botín fácil e
inmediato? Nos inclinamos, como una ley general, por la depredación
frente a la creación.
Rafael Argullol, La dignidad
de la belleza, en El País, 10 de marzo de 2013
La
cultura es la actividad artística y espontánea de una comunidad
educada. La cultura, en libertad, no necesita ministerios, ni mecenas
oficiales interesados, y la administración pública sólo debería
procurar leyes que la protejan de la voracidad de la industria
cultural.
Hoy
día la cultura tiene tres enemigos fundamentales, que prosperan como
causa y consecuencia de una disminución palmaria del espesor
cultural: la tutela ambiciosa y manipuladora de la administración
pública, la rapiña inculta de la industria cultural y, el peor de
los tres, la triste deriva de la educación.
España
entró en el siglo XX con unas altísimas tasas de analfabetismo, y
con una estrecha relación directa entre educación y nivel social,
escandalosa en sí misma pero aún más comparada con lo que ocurría
en el resto de Europa. Sólo la Segunda República, de un modo más o
menos serio, quiso hacer llegar la escuela pública a todos los
españoles, y lo que es más importante, se propuso crear un sistema
en el que los maestros poseían e impartían cultura, un
sistema en el que educación y cultura serían inseparables. El golpe
de estado y la dictadura destrozaron esos propósitos, y sólo con la
apertura del régimen a Europa y viceversa, se empezó a abordar, aún
de un modo bastante epidérmico, la alfabetización universal de los
españoles.
La
transición a la democracia supuso, como sucedió en otros ámbitos
sociales, una aparente ruptura de calidad con la dictadura. Es cierto
que se impulsó la alfabetización y el acceso de los ciudadanos a
unos eventos culturales que proliferaban en aquel ambiente recién
ventilado. El interés político por el fomento de la cultura parecía
sincero: todos recordamos los programas electorales de aquellos
tiempos, en los que los candidatos prometían con generosidad
bibliotecas, teatros, cines… En cada pueblo se inauguraba por
entonces una casa de la cultura, aunque por lo común no tardara en
ser invadida por las telarañas, o en el mejor de los casos utilizada
para los festejos que ya venían celebrándose de antiguo. Si bien la
alfabetización básica se extendió de una manera efectiva, la
cultura siguió en manos de unas élites intelectuales ahora
renovadas, ofreciéndose a la gente un producto elaborado, festivo y
entretenido, en un esquema en el que el ciudadano seguía
desempeñando un papel absolutamente pasivo. Todo esto, por supuesto,
con sus correspondientes y contadas excepciones.
Dicha
intelectualidad cultural, compuesta por aquellos artistas y
profesores que tenían la suerte (merecida o no) de gustar a los
medios especializados, por todos aquellos que, con arte o sin él,
conseguían entrar en la cadena de producción cultural, se instalaba
cada día más en la fama, aún más sagrada en tanto que ahora era
democrática, en una fama que iba convirtiéndose progresivamente en
valor en sí misma. Y por eso el producto cultural que se
ofrecía, sin dejar nunca de ser fiesta y entretenimiento, fue
transformándose más y más en un producto económico, en un
artículo venal y rentable distribuido en un mercado feliz y
contemplativo.
Una
de las aberraciones del capitalismo real es la de haber desligado el
éxito económico de un producto de la calidad del mismo. Hoy se
consiguen más ventas modificando el mercado, de forma que éste no
exija el producto de más calidad, sino el producido en las mejores
condiciones para el beneficio. Exactamente esto ha pasado con el
mercado cultural que los gobiernos de la Transición, especialmente
los socialistas, promovieron en este país. En vez de promover en la
sociedad un ambiente cultural de debate, de crítica, de interés por
la sabiduría y por la excelencia artística, sin dar menos
importancia a los medios y a la participación que a los fines, se
optó por elaborar productos simples y superficiales, que se pueden
clonar sin esfuerzo, bajando a la par las expectativas de un público
que nunca llegó a salir del marasmo acrítico de la dictadura, ni a
tomar en serio la cultura. Se adaptó así la demanda a la oferta, y
justo a la oferta que menos exige a la industria cultural y que más
la beneficia económicamente.
No
tardamos en comprobar que el único cambio cultural cualitativo que
se buscó en la Transición, y el único que este período
democrático ha conseguido con cifras destacadas, es el
fortalecimiento de la industria cultural. La capacidad reflexiva de
los ciudadanos, que pasan a denominarse consumidores culturales, no
sólo no es necesaria en este proceso, sino que actúa como un
obstáculo para los propósitos económicos de la industria. Así es
como ésta, en connivencia con los gobiernos, o más bien habría que
decir manejada por los mismos elementos que manejan los gobiernos,
decidió que la educación, principal fuente de inteligencia
ciudadana, se transformara en el espejismo de un buen sistema
educativo, en la transmisión mecánica y ramplona de unos
conocimientos básicos suficientes para el uso nada inteligente,
basto y dócil, del mecanismo de compra y venta en el que se basa
nuestra sociedad. Mientras durante la Transición hubo un período en
el que la conciencia social se mantuvo, convirtiendo a los ciudadanos
en un elemento importante a considerar en la toma de decisiones
políticas, la conciencia cultural nunca llegó a formarse del todo,
y pronto la cultura se democratizó convirtiéndola en una
actividad fácil y accesible de distracción. Se dejaron las
honduras, las complicaciones de una cultura de esfuerzo y
profundidad, a seres extraños, periféricos, poco útiles, gente que
molestaba cuestionando la alegre simplificación del genio.
Hoy basta observar de cerca los actuales movimientos de contestación,
los movimientos alternativos y pretendidamente revolucionarios, para
con muy pocas excepciones descubrir prácticas antiguas que adolecen,
sobre todo, de una falta preocupante de creatividad. Algunas
organizaciones, como los sindicatos, usan métodos de acción que ya
parecían anticuados a mediados del siglo pasado, pero insisten en
ellos perdiendo más y más fuerza. Las últimas huelgas educativas,
en un triste panorama de desmovilización académica, y a pesar de
contener voces discordantes que abogaban por unas acciones más
imaginativas y eficaces, han demostrado que la contestación en este
país no posee ni busca formas nuevas de enfrentarse al poder, un
poder que incluso podría manifestarse encantado con esa válvula de
escape que son las manifestaciones pacíficas, consoladoras y algo
paralizadoras de la conciencia ciudadana.
Pero
más que la falta de creatividad de los métodos usados para el
cambio real de la sociedad, la característica más destacada de
estos treinta y cinco años de democracia, y de la gran mayoría de
las manifestaciones culturales, ha sido el desprecio por la propia
cultura, por la cultura como actividad reflexiva y crítica, como
forma de vida y de relación de la comunidad y de sus miembros, como
método de conocimiento de uno mismo y de los demás. Nadie pone en
duda la bondad de una sociedad aficionada a la cultura, pero todo se
vuelve desastre si esa sociedad adora y se conforma con el
aficionado, si el propio aficionado se considera artista, si
cualquiera, sin conocer las más mínimas reglas ortográficas, se
siente de profesión escritor. En esta sociedad, literatos que en el
pasado habrían sido considerados mediocres son alabados por la
industria como genios comparables a los más grandes, y sus libros se
venden por millones y se maltraducen con prisas a montones de
idiomas.
Todos
consumimos los productos en serie de la industria cultural, y los
aplaudimos mientras clamamos por la justicia social. Hay una
coincidencia aberrante en la sociedad, que une a retrógrados y
progresistas, al considerar que la cultura, la cultura sincera y
profunda, es mera pose de una élite extraña de individuos que
vienen a complicar algo tan sencillo como la extensión universal de
la cultura. Si las élites fabricantes de cultura oficial, si las
élites famosas están sancionadas por los gurús mediáticos,
auténticos vendedores de sucedáneos culturales, y aceptadas por
tirios y troyanos, las otras supuestas élites (absolutamente
variadas y para nada gremiales) son despreciadas como gente molesta
en una sociedad culturalmente feliz.
Uno
de los métodos más extendidos de sancionar este estado de cosas es
la teoría, hoy incuestionada, que establece que en lo cultural
contra gustos no hay disputas. A la industria cultural, y por
tanto a cualquier poder, le interesa que todos nos consideremos no
sólo con el derecho a consumir la cultura que deseemos, sino con el
derecho a tener razón en la elección, y aún mejor, participantes
del colectivo creador. Nadie se equivoca, todo vale, todos somos
artistas, y de ahí que cualquier producto cultural sea tan válido
como otro, siempre y cuando produzca directa o indirectamente
beneficios económicos, y más allá, siempre que nos haga pasar un
buen rato. El crecimiento cultural de una persona consiste,
precisamente, en la elevación progresiva del listón de sus gustos,
en absoluto para limitar el abanico de delicias culturales a su
alcance sino, muy al contrario, para aumentarlo y mejorarlo, porque
cuanto más elaboración y más calidad posee una actividad cultural
o una obra artística, más profundo y duradero es el placer que nos
provoca. Pero hoy día no tenemos tiempo para ese modelo de
crecimiento personal: en música, por ejemplo, disfrutamos orgullosos
de los ritmos machacones y fatuos que la industria implanta en
nuestros oídos, o exquisitos nos contentamos con algunos elementos
aparentemente rompedores que sorprenden a los más con sus ripios
ocurrentes. En literatura basta con leer, a veces con verdadera
fruición, a los escritores de moda, que generalmente nos cuentan
entretenidas historias con frases anodinas, en textos nada
arriesgados, pretenciosos; son artistas del aparato que, en el mejor
de los casos, usan correctamente los signos de puntuación. Aunque lo
que usan siempre correctamente son esas técnicas pseudoliterarias de
entretenimiento sin grandeza, sin sorpresa, sin asombro.
El
esquema acaba siendo impecable, un bucle aparentemente
indestructible: la industria cultural (o sea, la industria del
entretenimiento) incluso tiene buena prensa, se muestra solidaria con
la revolución, porque además la cultura es por definición de
izquierdas y revolucionaria. Ofrece productos de baja calidad y,
mediante el uso indiscriminado y subliminal de los medios y el
destrozo en la educación (menos pensamiento y más memoria, y hasta
eso sin molestar), convence a la sociedad de que sus productos son
los mejores, que todos tenemos derecho a consumirlos, que todos somos
de un modo un otro artistas, y que debemos defender nuestro derecho a
ser definitivamente cultos consumiendo sus productos ligeros, frente
a esos pocos y dispersos locos que son los que consideran la cultura
no como un mero entretenimiento estático, sino como una búsqueda
dinámica y una aventura. Al poder le interesa que esta industria
cultural supuestamente revolucionaria domine; el poder y la industria
se declaran asediados por sus artistas más revolucionarios, pero los
subvencionan, los cuidan, los promocionan. Al poder, además, le
interesa que la educación cree ciudadanos entretenidos, no le
molesta que piensen en la revolución, ni que salgan a la calle a
vocearla, pero se siente seguro cuando los ciudadanos, los que
protestan y los que no, se contentan con el humor de zafias series de
televisión, con la música ligera de un montón de cantamañanas,
con libros frívolos e intrascendentes que leen de forma obsesiva,
porque no le rompen el alma al lector, sino que la adormecen. El
poder se siente más que satisfecho con una revolución así, con una
revolución que, al fin y al cabo, nos iguala a todos en derechos,
sobre todo en uno de los más importantes: el derecho a despreciar la
filosofía y la reflexión, a considerar la cultura una pura
diversión; a creer que nuestros gustos son sagrados, que están
hechos, que vienen inscritos en nuestros genes y que nadie tiene
derecho a cuestionarlos; a doblegarnos ante una industria cultural a
la que le interesan los borregos más que los seres reflexivos y
críticos, y que por eso desliga la cultura de la educación. Una
revolución que nos iguala en el derecho a disfrutar sea como sea de
la vida, a estar convencidos de que lo que cambiará definitivamente
nuestra sociedad es el acceso igualitario a los productos
artificiosos de este capitalismo salvaje y alienador en el que ya
todos, retrógrados y progresistas, nos encontramos tan a gusto.
Si
alguien se ha preguntado alguna vez por qué las revoluciones, hasta
las más razonables y razonadas, han acabado fracasando, quizá pueda
encontrar una respuesta en estas ideas. Tal vez su triunfo político
nunca fue un triunfo cultural, tal vez el triunfo político (el de la
sociedad, no el de los profesionales de la política) sea sólo una
consecuencia del triunfo educativo y cultural, y baste perseguir
éstos para conseguir aquél. Puede que en una sociedad culta y
educada, en una sociedad donde todos busquen la obra bien hecha,
donde todos crezcan personalmente admirando y persiguiendo la
belleza, el esfuerzo, el asombro, contemplando la cultura como un
medio de aumentar nuestra humanidad y no como un pasatiempo, puede
que en una sociedad así no hiciera falta la revolución social. Pero
si ésta ha de hacerse, y creo que ha de hacerse, no olvidemos que
con canciones ligeras y libros de playa la revolución que consigamos
nunca valdrá para gran cosa.
Juan Manuel Hernández
El autor ha coeditado, en marzo de 2013 y junto con Isabel Parreño, el libro "Miquiño mío". Cartas a Galdós, de Emilia Pardo Bazán, Editorial Turner.
8 comentarios:
Esto es cierto, pero no menos cierto es que los intelectuales y los filósofos suelen tener muy poco interés por hacerse entender por la media de sus ciudadanos......Utilizan un lenguaje rebuscado y complejo, incomprensible por la mayoría de ciudadanos, incluso de los que han pasado por la universidad...... LA FILOSOFÍA SE HA CONVERTIDO EN UNA CIENCIA NARCISISTA, QUE SE HA OLVIDADO DE SU FUNCIÓN SOCIAL DE INSTRUIR A LOS CIUDADANOS PARA MEJORAR LA SOCIEDAD......y si sigue así cualquier día saldrá del bachillerato y solo servirá para que unos cuantos iluminados se deleiten con la altura y grandeza de sus pensamientos.
Podríamos decir que la incomunicación es una mezcla de ambas situaciones, la reducción del nivel intelectual (y no sólo me refiero al nivel académico) de la media ciudadana, y el lenguaje crítico que usan muchos filósofos. En esto último haría yo dos puntualizaciones. Una, los médicos o los ingenieros necesitan de un lenguaje especializado, y a nadie le parece mal, no todos tenemos que dominar ese lenguaje. Los filósofos también lo tienen. Por otra parte, es cierto que los filósofos, concretamente, tienen una labor fundamental de reflexionar ante los ciudadanos sobre la vida, y de poner a disposición de todos sus conclusiones. Los filósofos que creen en la vida, que consideran que su trabajo bebe de la vida y no de su inteligencia, suelen hacerse comprender. Muchos ni siquiera gustan de llamarse filósofos...
Buena disección de los efectos de la "industria cultural", que fabrica "obras artísticas" como se fabrica la bollería, pero después de esta, por lo que aquella sale pringada.
muy encendido-negativo (creo que hay muchas cosas que se han hecho) pero me he gustado mucho, en lo esencial estoy de acuerdo
Revisemos la historia. la cultura, los creadores siempre se han encontrado en un lugar muy cercano al descrito. El interés de los aparatos de poder por disponer de un altavoz propagandístico, es uno de los principales generadores de cultura. La independencia del creador, la soledad del creativo que frente al mundo utiliza el arte para remover conciencias, para crear estados de reflexión es una quimera. La cultura es un actor social más y como tal representa-reproduce, la sociedad con la que convive.
Visto así, grosso modo, estoy de acuerdo en que la cultura ha sido siempre un arma más del poder, pero siempre hubo en ella elementos que han escapado a la función general y que han contribuido a que nos liberemos de los hilos invisibles que el poder teje alrededor de todos. O al menos a que seamos conscientes de ellos, que es el primer paso para la liberación...
Muy buen artículo. Interesante.
Me alegro que te haya gustado, Carlos. Un abrazo.
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