Cables negros que chirrían entretejiéndose en una malla de cobre
que secciona cielos cerúleos. Infinitas medianeras de ladrillos
ennegrecidos que cuartean la vida humana. Más cables y cordeles en
azoteas. Cubiertas planas coronadas con negros tinacos de rotoplás
homogeneizando un paisaje que, señores, no deja de ser cultural.
Antenas. Lonas publicitarias. Más cables. Verdes manchones arbóreos
esparcidos por doquier. Y pares de torres esbeltas, o achatadas, que
se alzan con su cruz de neón orgullosas sobre el resto de
edificaciones sumisas.
A simple vista de pájaro el panorama que entraña cualquiera de los
tantos pueblos mexicanos visitados genera una ligera sensación de
decadencia, entre asumida y consentida, que, sin embargo, se
desvanece cuando uno se atreve a descorrer el velo de los
imperturbables prejuicios.
Al menos así le pasa a quien por sus calles deambula sin el
estrabismo de muchos virreyes mexicanos, guiris europeos o
excéntricos gringos, que tienen un ojo apuntando al frente y el otro
a su ombligo. Para estos que se mueven como plantas perennes, que no
enraizan más que en sus macetones dorados, todo entrará dentro de
la categoría de lo ranchero; sin embargo, tras este calificativo tan
manoseado se desvela una realidad tan rica como diversa, tan pobre
como auténtica.
El visitante sensible se maravillará con el aspecto de las fachadas
de una planta, coquetas y austeras a la vez, de colores fuertes y
chillones combinados entre la pared y los recercados de los vanos;
con heridas que devuelven la mirada silenciosa de los bloques
apisonados de adobe; con puertas y ventanas de madera, ciertamente
desvencijadas, que se visten con infinitas gamas polícromas debidas
al descascarillado de una pintura que se hace irremediablemente
vieja; y con muros de corrales por los que asoman, sosegados, el
ramaje de las alegres buganvillas o los altivos aguacates.
Se sorprenderá del mismo modo con los jardines que visten las plazas
de armas, en cuyo centro el kiosco, vivo y orgulloso, continúa
latiendo fuerte, mostrando los signos vitales saludables de un buen
corredor. En su entorno se disponen numerosos bancos de forja, en los
que siempre se verán los mismos eternos ancianos de sombreros y
miradas sabias. Y niños, muchos niños. Y en uno de los lados: el
mestizo templo, siempre presente, siempre protagónico y sin ningún
atisbo de que pueda perecer de afonía.
Pero no es el elemento arquitectónico lo que más pasma el alma del
viajero. No. Si de arquitectura se tratase, podría quedarse con los
cascarones de los pueblos de la Europa mediterránea, por ejemplo,
cuyos conjuntos históricos padecen de una estremecedora armonía
congelada. En este plano, muchas de las localidades mexicanas solo
podrían presumir de las cuadras centrales de la población, y aún
así tendrían que vérselas con una tropa invasora de elementos
distorsionantes. Lo que realmente llama la atención en los pueblos
mexicanos es la diversidad y la viveza de sus expresiones de vida.
Es en éstas donde se atesora la verdadera riqueza. Son estas
expresiones donde uno puede encontrar las lecciones de vida y los
tesoros vivos más extraordinarios. Es la genialidad de su cultura
tradicional la que desencadena la emoción. La permanencia de oficios
ya extintos en otras latitudes, la consagración de familias y
poblaciones completas a la elaboración de coloridas artesanías,
como las esferas de Tlalpujahua o el papel picado de San Salvador
Huixcolotla, la supervivencia de usos ancestrales, los animados
puestecitos de exóticas vituallas o el realismo mágico que impregna
todo constituyen algunos ejemplos de la diversidad cultural mexicana.
Una diversidad que, sin embargo, no es demasiado atendida por
quienes mandan y ordenan en México, que pasa desapercibida, que es
ignorada, que es aplastada y herida. No saben,
o no quieren entender, que el principal recurso valedor de su
territorio y su idiosincrasia lo conforma nada más y nada menos que
su propia gente. Pero, ¡ojo!, como tantos otros recursos, tengámoslo
muy presente, éste tampoco es inagotable.
Alfonso Suárez Pecero
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