La prostitución es el paraíso del machismo, un espacio en el
que los derechos humanos quedan en suspenso porque lo que se compra es
el dominio de hombre sobre la mujer. El hombre es el consumidor de seres
humanos y la mujer es el ser consumido.
Incluso en los casos
en los que la persona prostituida es un hombre o niño, que son
minoritarios, ha sufrido un proceso de feminización que lo ha
cosificado, aunque por lo general sin llegar a la brutalidad de la
prostitución femenina. Esa transacción ajena al marco de los derechos
fundamentales de nuestra constitución, y especialmente al artículo 14
que consagra el derecho a la igualdad conlleva un alto precio para
nuestra sociedad.
El precio que pagan las mujeres y niñas que la padecen.
Mujeres y niñas que ven anuladas sus emociones, necesidades,
pensamientos y deseos en un grado extremo para obedecer y complacer
al hombre que dispone de su cuerpo a un nivel que no existe en ningún
otro tipo de interacción humana. Esto genera una tensión física y
psicológica insoportable. Mujeres y niñas que deben convencerse así
mismas para sobrevivir -disociando- de que eso les está pasando a
otras no a ellas. O de que no es algo malo, negando o minimizando, y
atribuyendo a cualquier otra cosa su estado físico y psicológico.
Mujeres y niñas que sufren trastornos graves, que pierden su propia
estructura mental, y que por lo general tenían una
situación previa adversa a la que teníamos que haber dado respuesta
de apoyo -no de abuso- como sociedad. Mujeres y niñas que incluso si
consiguen salir de la situación de prostitución, arrastrarán durante
años el daño que se les ha causado, con problemas para conectar consigo
mismas, de pánico, de memoria, trastornos en la sexualidad, dificultades
para relacionarse y falta de estructura personal y social. Además de
los daños físicos.
El precio que pagamos las demás mujeres y niñas al mantenerse y
difundirse una sexualidad que cosifica a las mujeres, en las que se
espera que la mujer esté accesible y sea complaciente incluso ante
prácticas humillantes y violentas, es la pérdida de igualdad, libertad,
seguridad y dignidad. La cultura de la violación se alimenta de la prostitución y del porno, y la padecemos todas.
El precio de la prostitución es también este desgarro social que
provoca el hecho de que una parte importante del ocio de muchos hombres
se lleve a cabo de manera reservada respecto de las mujeres e incluso
en no pocas ocasiones marcadamente oculta para nosotras. Celebrar una
buena reunión de trabajo o un negocio o un encuentro político con una
visita a un prostíbulo, reuniones mensuales de los hombres del equipo en
clubs de alternes, despedidas de solteros con una mujer en situación de
prostitución que se comparte, salidas de amigos después de haber dejado
a sus novias o esposas en casa que terminan “pillando” a una mujer de
carretera.
Obviamente no todos los hombres son así y muchos sienten
repugnancia hacia quienes actúan de ese modo. Pero España es uno de los
principales países consumidores de prostitución, y es algo que se lleva a
cabo por chicos que al día siguiente van al instituto, por hombres que
llevan a sus hijos e hijas de la mano al colegio o que nos atienden en
las consultas médicas, o vienen a nuestras casas a traernos la compra
del supermercado, o nos llevan en autobús o nos juzgan, o se mezclan en
nuestras vidas de otras formas. Son algunos de nuestros compañeros de
trabajo, algunos de nuestros amigos, tal vez un hermano o un hijo.
Tienen una vida paralela en la que compran el paraíso machista al
comprar el cuerpo de las mujeres . En ese espacio de supremacía machista no existen más que las emociones, necesidades, pensamientos y deseos del hombre.
No son solo las víctimas las que están disociando, nuestra sociedad
en su conjunto lo hace, y para eso hay que hacer primero una gran
ruptura, un gran desgarro. Hay que romperse para dividirse en dos. El precio de la prostitución es también este desgarro.
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