El cuerpo es un 
instrumento para el ejercicio del poder. Es lo único de lo que el ser 
humano es dueño y soberano. Lo único de lo que puede disponer con entera
 y absoluta libertad. Puede decidir quien puede acceder
 a él y quien no. Esta libertad absoluta —quizás la única que realmente 
tenemos los seres humanos— permite que nos autoposeamos. Cuando un 
violador penetra un cuerpo sin consentimiento, desposee a la víctima —su dueña— de él. A la desposesión de la víctima es correlativa la acumulación de poder del agresor. Para ésta se trata de una privación violenta de su cuerpo, no una renuncia voluntaria a la prohibición de acceso a su cuerpo.
La violación es una proyección del poder del agresor en el espacio y en el interior de la víctima. Es un poder vertical, jerarquizante, fácilmente identificable,
 que se expande subrepticiamente en el interior de todas las mujeres 
interfiriendo su proceso psicológico. La violación afecta a la víctima 
violada pero también al resto de mujeres. Ese efecto hace que ese poder 
se desdoble y a la vez sea disperso, difuso, permanente. Sentencias como
 la de la manada son sentidas como una segunda violación judicial,
 que ratifican y confirman los patrones de demarcación entre lo bueno y 
lo malo, lo correcto y lo incorrecto y afianzan el orden patriarcal, 
cultural, político, económico y simbólico existente. La violación hasta ahora ha actuado, a modo de neurona espejo negativa, con un efecto inhibidor en las mujeres no agredidas hundiéndolas en el silencio.
 Ha reforzado los imaginarios colectivos sobre la sexualidad, la 
reproducción, la vida, el trabajo y la economía existentes. La huelga 
feminista, la sentencia de la manada y otros sucesos han sido el 
catalizador que ha roto este mecanismo.
El cuerpo con la violación queda convertido en cuerpo del delito.
 En carne penetrada sin consentimiento. Y las más de las veces el cuerpo
 del agresor queda sin escarmiento. Víctimas y victimarios conviven 
entre nosotros. En la calle nos cruzamos sin saberlo con ellos y con 
ellas, anónimamente nos mezclamos en el trabajo, en los bares, en los 
cumpleaños, en la playa. Incluso en los rezos de Semana Santa y Navidad.
 Con la luz del día la infamia se confunde en la multitud. Los gritos de
 las víctimas son silenciados por el ruido de la vida diaria.
Ellos, los victimarios, 
desechos de la sociedad patriarcal, jaurías en busca de carne para 
abusar, agredir, penetrar, son acompañados por camadas de burócratas que
 posan su mirada en el jolgorio de los violadores, no en el cuerpo 
bloqueado de las víctimas. A coro les dicen que a pesar de sus 
chillidos, no han dicho NO con bastante claridad. No han cerrado sus 
piernas con suficiente fuerza. Y se han dejado dominar por el miedo. Sus
 sentencias, mientras, declaran que ellas son sometidas a la voluntad de
 sus violadores, que las utilizan como meros objetos para la 
satisfacción de sus instintos. Pero esto no es violación.
Ellas, las víctimas, no 
son un suceso singular. #Cuéntalo confiesa, revela, construye una 
historia de anomalía, de infamia, de vergüenza. Es una epidemia 
silenciada a la fuerza. Silenciosa por fuerza. #MeToo la desvela como 
pandemia. Episodios de esta calamidad pestilente se comparten en las 
redes cuestionando a sus víctimas. En los bares son cuestionadas de 
igual manera. Lo gritos de terror de las víctimas, parte del paisaje 
hasta ahora, tras la sentencia de Navarra han impulsado a las mujeres. 
Están en pie, levantiscas, rebeldes.
Sus cuerpos no olvidan que son cuerpo electoral.
 Que sus cuerpos entran en las urnas. Con su voto el cuerpo del delito 
se hace cuerpo político. El cuerpo violado se hace cuerpo soberano. 
Decide. Tras la huelga feminista el cuerpo de las mujeres ha mutado su substancia y se ha hecho Nación. Se han constituido en sujeto colectivo, que hermanado canta, reivindica, reclama la devolución de sus cuerpos, su «derecho a vivir una vida libre de violencia». Están decididas a no continuar siendo Caperucita Roja. Exigen un enfoque democrático de la seguridad pública
 dirigida a garantizar la seguridad de sus cuerpos, el ejercicio pleno 
de su libertad de movimientos y el uso de los espacios públicos, sin el 
miedo constante a que su ejercicio las haga responsables de la violación
 de sus cuerpos. Caperucita se ha bajado del cuento. Toca cambiarlo.
Francisco Soler 
http://mas.laopiniondemalaga.es/blog/barra-verde/2018/05/05/cuerpos/






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