La política del siglo XXI demanda un
nuevo consenso marco que capte nuestro tiempo, para sobre él refundar
los restantes pactos. Vivimos en un «escenario posnatural»
−de la mano de la hiperglobalización y la hiperconectividad− que a
golpe de calor y de sequía pide que los acuerdos políticos y sociales
vigentes se transformen en un contrato posmaterial. En un acuerdo de sostenibilidad ambiental.
Más allá de los necesarios debates sobre la reforma de la Constitución
Española, nada se ha dicho en ellos sobre a este aspecto. Nadie ha
alzado su voz reclamando la introducción en el texto constitucional de
normas para afrontar los retos de este siglo. Y si nadie lo hace no
dispondremos de una Constitución para el siglo XXI.
Para comprender la necesidad de esta
metamorfosis, hay que tomar como punto de partida el hecho indudable que
la especie humana se ha convertido en una fuerza geológica.
Su influencia sobre el medio ambiente es de tal alcance y magnitud que
la Tierra está «moviéndose hacia un estado diferente»: la era del antropoceno.
Esta expresión quiere reflejar el impacto de la masiva influencia del
ser humano sobre los sistemas biofísicos planetarios. Su efecto más
visible es el cambio climático.
Pero no es el único. También se incluyen en esta categoría eventos
como: «la disminución de la superficie de selva virgen, la urbanización,
la agricultura industrial, las actividades mineras, las
infraestructuras de transporte, la pérdida de biodiversidad, la
modificación genética de organismos o la hibridación creciente». Pero
los nuevos retos no se pueden afrontar con las viejas recetas.
Es preciso, por tanto, generar un consenso ecológico,
que debe ser trasladado a la reforma de la Constitución que se hubiera
de aprobar, para desde él refundar los pactos políticos, sociales y
territoriales existentes, a fin de legitimar la política para este
tiempo. Nuevo consenso que debe tener como propósito la superación de
los dos siglos de civilización industrial causantes de la oposición
entre las «fuerzas productivas» y las «fuerzas de la naturaleza»,
que amenaza con destruirlo todo. Las tres fuerzas que hoy existen sobre
el planeta: Naturaleza, ser humano y tecnología, han formado dos
bloques antagónicos. La unión de dos de ellas: el ser humano y la
tecnología han hecho nacer una economía cuyo metabolismo planetario es
la mayor fuerza geológica existente. La tercera es la Naturaleza como
fue descrita por Lovelock: una entidad viviente capaz de
transformar la atmósfera del planeta para adecuarla a sus necesidades
globales, dotada de facultades y poderes que exceden con mucho a los que
poseen sus partes constitutivas –Gaia−. ¿Puede entonces hablar el ser humano de soberanía o sólo debe hablar de autonomía?
En el siglo XXI la acción política se
desarrollará en un mundo diferente del actual. En este tiempo nuevo
convivirán «grandes potencias mundiales, interdependencia globalizada y
poderosas redes privadas» con una crisis ecológica y civilizatoria. En
este mundo de «cadenas de suministro»: urbano, móvil, saturado de
tecnología, además de descifrar «la geopolítica», será necesario no perder de vista «la geoeconomía»: en esta hipereconomía las «megainfraestructuras de conexión (nuevas tuberías, cables, ferrocarriles y canales) y la conectividad digital (que
posibilita nuevas formas de comunidad)» salvan las fronteras naturales y
atraviesan las fronteras políticas. Importa «menos quien posee (o
reclama) el territorio que quien lo utiliza (o administra)». Lo que
constituye una reconfiguración del Estado. En un mundo diferente las constituciones
deben pasar de ser un instrumento de ordenación interna del sistema de
atribución de derechos y distribución del poder, como hasta ahora, a
actuar también como un dispositivo de ordenación de las relaciones del ser humano con la Naturaleza dentro de los límites que nos impone el planeta, juntamente con instrumentos internacionales y supranacionales.
Para que esta nueva constitución pueda ver la luz, será necesario incorporar en la Constitución Española de 1978 herramientas de simple geografía –como las biorregiones− que permitan modular desde el poder público la interacción entre demografía, política, ecología y tecnología, junto a los mecanismos de geografía política
tradicionales ya recogidos en ella para la defensa de los derechos y la
distribución del poder: tanto horizontalmente –Corona, Gobierno, Cortes
Generales y Poder Judicial− como verticalmente –Comunidades Autónomas,
Provincias y Municipios, u otras formas de distribución que en el futuro
se puedan adoptar. La incorporación de las biorregiones a
la Constitución Española es una forma de introducir en la política la
complejidad y sutilidad de la Naturaleza, de la que el ejercicio del
poder no puede ser ajeno. Las biorregiones califican la sostenibilidad ambiental dándole dirección y sentido,
además de establecer límites al uso del territorio, de los recursos y a
ideas que hasta ahora eran pensadas como absolutas: soberanía,
territorio, nacionalismo, supremacía militar, en tanto que la
importancia estratégica en el mundo de hoy recae no en el territorio o
en la población de los Estados, sino en la «conectividad (física,
económica y digital) con los flujos de recursos, capital, datos talento y
otros activos» que éstos desarrollen.
El cambio que se ha de operar para
gobernar el mundo dentro de la Naturaleza no ha de venir ni de la
revolución, ni de la evolución. Es necesaria una metamorfosis. Un cambio de estado. Los seres humanos hemos de admitir el hecho que el Planeta es nuestra patria. Que somos ciudadanos de la Tierra.
Y este es un hecho político, no de administración –de recursos−.
Realizar este cambio no exige ignorar lo conseguido hasta ahora por el
ser humano, pero si requiere saber que este logro sólo es una parte de
lo que somos. Dicho de otro modo: la historia humana sólo es una pequeña parte de la historia del planeta. Esta comprensión es el umbral para la adquisición de una conciencia de especie, que reemplace a la conciencia de clase. Desde esta perspectiva las categorías políticas adquieren otro significado.
Un ejemplo de este cambio del significado categorial lo podemos ver en el Preámbulo de la Constitución.
En él se hace mención a la Nación Española, a los pueblos de España, a
la cultura, a establecer la justicia, la libertad y la seguridad y
promover el bien, a usar nuestra soberanía, a la convivencia
democrática, a un orden económico y social justo, a asegurar el imperio
de la ley, a asegurar a todos una digna calidad de vida y a establecer
una sociedad democrática avanzada. Es evidente, manifiesto y palmario
que el antropoceno y los acontecimientos a él ligados –como la crisis climática− han renovado estos conceptos,
tanto en el alcance como en el discernimiento que de los mismos
teníamos hasta ahora. Esto implica la necesidad de redefinir y adaptar
las categorías políticas a la realidad del siglo XXI; e introducir en la
Constitución la variable ecológica y la intergeneracional, a través de normas o reglas que delimiten el marco de la actividad humana.
Hemos, por tanto, dejar de vivir
replegados en el mundo y comenzar a habitar el planeta. Es ineludible
que abordemos y acometamos la preservación del planeta
del «entramado de infraestructuras de transporte, de energía y
comunicaciones entre todas las personas y los recursos del mundo» antes
que el planeta sea destruido. Si las constituciones han de continuar
siendo reconocidas como la norma suprema de los Estados, y en particular
la Constitución Española, la tarea de protección más importante que tendrán en el siglo XXI ha de ser la conservación del planeta.
Francisco Soler
http://mas.laopiniondemalaga.es/blog/barra-verde/2017/12/06/una-constitucion-siglo-xxi/
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