En el transcurso de las últimas generaciones
hemos asistido a un incremento continuado de la presencia y el
tráfago de los coches en nuestras ciudades. Los que sobrepasamos
cierta edad, al hacer memoria de las calles y las plazas de nuestra
infancia, las vemos entonces casi libres de coches. Al regresar al
presente, las vemos anegadas de ellos, sea circulando, atascados o
atestando aceras. El contraste entre aquellas calles y las actuales
es total, y nos parece que las de hoy hubieran sufrido una riada de
hierro y caucho y petróleo que no podemos ya retirar, pues, según
parece, “no se puede ir contra el Progreso”. Los más jóvenes
han naturalizado la cotidianidad del coche y solo con gran esfuerzo
pueden imaginar su calle sin ellos, que ya la atestaban cuando
salieron la primera vez de su casa, tal vez para ser amarrados a la
sillita del asiento trasero del coche de sus papás.
Todas las generaciones que han venido a un mundo
ya motorizado no pueden concebir espontáneamente su ciudad sin el
pitido de los cláxones, el rugido de los motores, el humo de los
escapes. A la par que han aprendido a andar han incorporado el miedo
a “caerse de la acera”, a sobrepasar el angosto espacio del
parquecito o la plaza que, como excepción, el urbanismo del coche
les ha reservado. No tienen la vivencia de un tiempo en que toda la
extensión de las calles fue dominio de niños que jugaban y
viandantes que formaban corrillos sin tener que ir al próximo paso
de cebra o “saltar a la otra acera” evitando el atropello. La
escena plácida de la gente en mitad de la calle tomando el “solito”
o el “fresco” y charlando por el simple placer de charlar se les
figura un pintoresquismo estrambótico. Lo más parecido que han
visto los jóvenes a ese poblarse de gente las calles y plazas es la
estampa de algún viejo que coloca de perfil su hamaca en el hueco
entre umbral y coche; o la de los clientes en las terrazas de los
bares, que tienen que “consumir” si quieren estar en la calle.
A lo que se ve, nadie, o casi nadie, quiere
apearse del coche. Cada quien quiere tener su coche, y mientras más
corra y más botoncitos tenga mejor, porque nos re-enseñan cada día
los anuncios que ello mide nuestro éxito y nuestro estatus, y que
más botoncitos y potencia es, según los gustos, más seguridad, más
confort, más vértigo. Todos quieren llegar con el coche a la puerta
de casa, al trabajo… Las piernas se usan poco más que en el
gimnasio, la cancha o el “centro turístico”. Varias generaciones
hemos asistido pasivos, y hasta entusiasmados, a las violentas
transformaciones necesarias para zampar el coche en nuestras
ciudades; hemos visto la metastásica proliferación de manchas
urbanas dispersas conectables solo motorizadamente. Ya casi no es
posible comprar en la esquina (“tiendas del olvido” llamamos a
las que sobreviven), ver una película en la manzana de al lado. La
carrera desenfrenada por la conectividad y la aceleración de la
movilidad (persiguiendo la ubicuidad de los dioses) nos han traído a
un mundo donde muy poco queda cerca: un urbanismo para campeones, de
alto riesgo para niños, viejos y discapacitados.
Sabemos que la desmesura del coche, alentada por
todos los ministros y la industria de “creación de la riqueza”
(ridícula pretensión humana de suplantar el poder creador de los
dioses) es insostenible, causa daños crecientes y genera una enorme
injusticia ambiental. Pero no se hace nada serio para bajar del
pedestal al automóvil, como si estuviéramos abducidos por una
cochelatría demencial. Es una evidencia más de la moral de esclavos
satisfechos que anega nuestro mundo, más incluso que el petróleo.
Los más conscientes buscan algún partido para que su ministro tome
medidas, pero sin bajarse del coche.
¿Hasta cuando esta sinrazón que nos somete al
coche? Es triste –y revelador- tener que reconocer a Marinetti, el
poeta fascista, cantor de la violencia y el machismo, el premonitorio
acierto en su loa al coche!: “Decimos que la magnificencia del
mundo se ha enriquecido con una nueva belleza: la belleza de la
velocidad. Un coche de carreras con la capota adornada por grandes
tubos, como serpientes de aliento explosivo –un coche atronador que
parece rodar por sobre metralla- es más bello que la victoria de
Samotracia”
Evoco ahora mi calle de niño y todo el vecindario
tomando el fresco anchamente, oyendo historias fantásticas a los
viejos. La calle se ha ido vaciando, unos porque hicieron el viaje
definitivo, otros porque han emigrado o se han marchado a las casitas
de las promociones urbanísticas alegres en cemento. Han quedado
vacías y a merced de la ruina la mitad de las casas del pueblo
viejo. Pero mi madre sigue ahí. Hasta hace unos años se atrevía a
sacar la silla a tomar el fresco, pero tenía que levantarse una y
otra vez para que pasaran coches y motos que atravesaban el pueblo
viejo para ir de una barriada extrarradial a la otra, también
extrarradial. Ha terminado por desistir: ¡¡Que la dejen tomar el
fresco en paz en mitad de la calle, joder!!
Félix Talego, caminante y bicicletero
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