“La guerra se ha ganado
gracias a los esfuerzos de todo nuestro pueblo, que, con muy escasas
excepciones, puso a la nación muy por delante de sus intereses
privados y sectoriales... ¿Por qué vamos a pensar que podemos
lograr nuestros objetivos de paz -alimentos, ropa, vivienda,
educación, ocio, seguridad social y pleno empleo- dando prioridad a
los intereses privados?”
Clement Attlee, líder del
Partido Laborista (1945).
Hace
poco hemos celebrado el 75 aniversario de la victoria contra el
fascismo y nazismo en Europa. Aunque las celebraciones hayan pasado
desapercibidas, los hechos acaecidos entre la Gran Guerra y la crisis
de la post-II Guerra Mundial nos permiten realizar algunos
paralelismos que son interesantes para analizar el presente. Uno de
los valores de la Historia es realizar preguntas al pasado con las
preocupaciones del presente y es la única fuente de experiencia que
tenemos para no realizar saltos al vacío ante los problemas a los
que nos enfrentamos como sociedad. Muchos estudios reflejaron los
paralelismos entre la crisis de 2008 y el crack de 1929, así como
sus consecuencias. Algo similar puede suceder con los acontecimientos
derivados de la crisis del COVID19 y la coyuntura del periodo
posterior a 1945, que permitió la aparición en Europa Occidental
del <<pacto social de posguerra >>, centrado en el pleno
empleo, la reducción de las desigualdades y la aparición del Estado
del Bienestar.
Es
evidente que existen diferencias notables que evitan que caigamos en
simplificaciones. El COVID19, aunque ha sido destructor a nivel
económico y social a escala planetaria, no ha generado una crisis
tan destructiva en el tejido productivo como la II
Guerra Mundial. Tampoco existe el miedo al contagio
revolucionario de la URSS, que al igual que la crisis del 2008 no ha
traído aparejado el ascenso del fascismo como en los años 30,
aunque si la subida electoral y social de la ultraderecha y de los
movimientos nativistas en gran parte del mundo. Sin embargo, la
experiencia histórica puede servir como referencia ante las grandes
crisis que se están produciendo en nuestra era.
Tras
la Primera Guerra Mundial, la élite política y económica,
pretendía una vuelta a la situación precedente, caracterizada por
una desigualdad social extrema. Numerosos factores impedían esa
vuelta al pasado. Lo primero fueron las crisis de las reparaciones de
guerra, que afectaban especialmente a Alemania, en el contexto de las
consecuencias del tratado
de Versalles (un auténtico regalo para los
nacionalistas germanos). No menos importante fueron los problemas de
la “vuelta a la normalidad” tras la guerra (paro, inflación,
deudas insostenibles, jóvenes incapacitados, etc.), además del
clima revolucionario alentado por la victoria bolchevique en Rusia.
La
política de la era democrática de masas hizo envejecer a los
partidos tradicionales, los cuáles no tuvieron las herramientas, ni
la legitimidad moral, tras las grandes masacres de la guerra, para
poder volver a imponer la “normalidad” previa a la guerra. A
pesar de los grandes esfuerzos de economistas como Keynes (apoyados a
medias por EEUU), para estabilizar la economía alemana, y tras
superar el peligro revolucionario, todo el tinglado de las
reparaciones, junto con la fiebre especulativa estadounidense durante
los “locos años 20”, acabó por derrumbarse en 1929. El
liberalismo sucumbió.
Las
consecuencias del crack
del 29 son bien conocidas. Además de las puramente
económicas, tuvo consecuencias sociales graves (altas tasas de paro,
pobreza, etc.), instalando la inseguridad colectiva en aquellas
sociedades, favoreciendo la llegada de dictaduras en Europa. Estos
movimientos autoritarios tenían como referente el ascenso del
movimiento nazi, que a su vez se reflejaba en el corporativismo del
fascismo italiano. El auge nacionalista a escala internacional allanó
el camino a la II Guerra Mundial.
El
crack del 29 provocó la ruina total del paradigma económico liberal
decimonónico, que ya había sido gravemente cuestionado tras la Gran
Guerra. La inmunidad de la URSS a la crisis impulsó a muchos países
a ensayar formas de intervención y planificación económicas,
totalmente contrarias a la ortodoxia liberal. El objetivo de estas
políticas era frenar los excesos del capital privado, garantizando
una cierta seguridad social que rebajara la tensión política y el
riesgo revolucionario. Esto contribuyó a cuestionar la sacralidad
del mercado y su ideología
propietarista dominante. El aprendizaje de aquellas
lecciones fue muy duro, después de años de guerras, miseria,
revoluciones y matanzas.
En
1945, el líder de la pertinaz resistencia británica, Winston
Churchill, se presentaba a las elecciones, con la absoluta certeza de
imponerse a su rival laborista, Clement Attlee. La victoria en la
guerra, su incuestionable prestigio y el poder movilizador del
partido conservador parecían suficientes para asegurar el gobierno.
Sin embargo, Churchill planteaba una agenda de gobierno que parecía
ignorar los años de guerra, muerte y sacrificio a los que se había
sometido a la población.
En
aquellos momentos, el famoso informe
Beveridge de 1942 ya era ampliamente conocido por
parte de la población, al menos en sus parámetros esenciales. Aquel
extenso y detallado informe planteaba un nuevo contrato social que
debía establecerse entre la población y el Estado. El foco central
de esa política, se centraba en la búsqueda de la seguridad y la
protección pública, mediante un sistema amplio de transferencias
sociales, cuyo pilar fundamental sería la creación de un sistema de
salud pública (NHS). El Partido Laborista centró su esfuerzo en
promover los beneficios del modelo social propuesto por Beveridge.
Churchill por su parte, planteó otra vertiente ideológica y
política en su campaña. Su propuesta se centraba en las
aportaciones del economista Friedrich Von Hayek. En su “Camino a la
servidumbre” de 1944, había sentado las bases de la alternativa
teórica al keynesianismo, alertando del peligro de la
socialdemocracia como antesala del comunismo. Esta profecía, según
la experiencia histórica, nunca se ha cumplido.
Churchill acabó perdiendo las elecciones por más de 13 puntos y el
Estado del Bienestar echó a andar en el Reino Unido. La victoria
laborista se había obtenido gracias a propuestas audaces, que habían
comenzado décadas atrás, con la constitución del “presupuesto
del pueblo” en 1909, y que había supuesto la creación de un
impuesto sobre la renta en uno de los países más desiguales del
mundo. En los siguientes treinta años que siguieron a la II Guerra
Mundial, la desigualdad se redujo en el Reino Unido gracias, entre
otras cosas, a un modelo radical de progresividad fiscal. Mientras
desaparecía el imperio colonial británico, su economía crecía a
un ritmo nunca visto.
El
final de la Segunda Guerra Mundial supuso la consolidación del
consenso
social de posguerra, impulsado por socialdemócratas o
democristianos (son ilustrativos los casos francés y alemán). Ese
consenso político, condicionado por la existencia de la Unión
Soviética, suponía una política de concertación social, en la que
los sindicatos y partidos obreristas aceptaban las reglas del juego
del sistema capitalista. Ese acuerdo quedaba condicionado a un mayor
equilibrio en términos de relaciones laborales y derechos sociales.
Los grandes propietarios del capital se comprometían –a
regañadientes- al fortalecimiento de un modelo fiscal fuertemente
progresivo, exigiendo a cambio un incremento sostenido de la
productividad por parte de los trabajadores.
La
progresividad fiscal serviría para la provisión de rentas y
transferencias sociales en forma de sistemas de protección públicos,
entre los que se encontraban la sanidad y la educación, además de
otras formas de protección y cohesión social. Este consenso
aglutinaba además a la clase media y las clases populares,
beneficiándose de la extensión del Estado del Bienestar en igual
proporción a su esfuerzo fiscal. Estos consensos
políticos fueron la plasmación de las Constituciones
sociales que se desarrollaron en esos países tras la Segunda Guerra
Mundial. Estos acuerdos necesitaron de audacia y valentía política,
pero también renuncias en los posicionamientos de partida por parte
de los diferentes agentes negociadores, atendiendo a la correlación
de fuerzas existente.
Pese a
los grandes avances que se desarrollaron en la reducción de la
desigualdad y la mejora en las condiciones de vida occidentales, es
evidente que el modelo social de posguerra tuvo importantes
limitaciones. Quizá la más evidente es su planteamiento de
crecimiento desarrollista en un momento en que la cuestión
medioambiental era irrelevante. El crecimiento económico infinito es
imposible en un mundo en el que los recursos naturales son finitos.
Por otra parte, el modelo de relaciones Norte-Sur, también agravó
la extracción económica en los espacios coloniales o dependientes,
beneficiando los procesos de acumulación en las naciones
industrializadas. Finalmente, e igual de importante, esas décadas
fueron también una edad de oro de la desigualdad de género, con un
auge del patriarcado, especialmente en el ámbito laboral.
Las
lecciones y aprendizajes colectivos que proporciona la experiencia
histórica no son de aplicación mecánica en un contexto diferente y
con importantes desafíos planetarios fruto de los modelos de
crecimiento agresivos lesivos para el medioambiente. La actual
Globalización y la revolución tecnológica limita la capacidad de
actuación de los Estados, pero también ofrece posibilidades
tecnológicas nunca vistas de cooperación interestatal y de
federalismo regional. El futuro puede –y debería- sustentarse en
el aprendizaje, aciertos, errores y limitaciones de la experiencia
histórica. La evolución de la plasticidad institucional a lo largo
de la historia es esencial para comprender cómo pueden imaginarse
nuevos horizontes futuros.
El
mundo previo a la actual pandemia se caracteriza (-ba) por la
extensión global de la desigualdad y un nivel de depredación
medioambiental sin parangón. Los excesos de la Globalización sin
instituciones capaces de regular elementos esenciales como la
armonización fiscal, reforzaron la crisis institucional del Estado
en sus formas y funciones tradicionales. La Gran Recesión que se
inició en 2008, puso al descubierto muchos de aquellos excesos que
generaron pobreza,
malestar y unos niveles de desigualdad económica que
no han hecho sino crecer desde entonces. Esta era del malestar se
asemeja a la del periodo de entreguerras sobre todo por la creciente
inseguridad en todos los ámbitos de la vida.
Las
soluciones que dieron las instituciones mundiales (FMI, BM, etc.),
así como las europeas, no sólo no cumplieron su objetivo declarado
(reducir la deuda y el déficit, mantener controlada la inflación y
asegurar el crecimiento), sino que agravaron la recesión en muchos
países, transformándola en depresión. Por el contrario, el ritmo
de crecimiento ha sido decepcionante, la inflación se controló, y
la reducción del déficit se ha realizado a costa de empobrecer las
rentas del trabajo, reduciendo el gasto social del Estado y
manteniendo las rebajas fiscales a los mayores patrimonios. Tampoco
se puso coto a la especulación financiera (como si se hizo en la
década de 1930) ni se ha avanzado en la cooperación fiscal entre
los estados. Más bien al contrario, el dumping fiscal, que
funciona como un mecanismo de demolición de la democracia y de
competencia entre Estados, y la movilidad de capitales sin
restricciones, han favorecido el ascenso de la extrema derecha al
privar a los Estados de fondos necesarios para sus servicios sociales
(entre otros factores). Los paralelismos con la crisis del 29 son
evidentes. El neoliberalismo quedó desacreditado como solución de
política económica, pero sus aportaciones siguen marcando las
decisiones macroeconómicas, la diplomacia y las relaciones sociales.
En el
momento actual, la Humanidad, en mayor o menor grado, comienza a
percibir la relevancia histórica de esta trágica coyuntura. Los
dramáticos indicadores socio-económicos a escala mundial, nos
remiten directamente al catastrófico periodo de los desastres
engendrados por el liberalismo doctrinario. La tan recurrente vuelta
a la normalidad forma parte de algo que parecería irrealizable,
y que también merece una reflexión en perspectiva. No se va a
volver a la “normalidad” sin más, ya que el mundo ha cambiado y
se han evidenciado las fallas estructurales de nuestros modelos de
crecimiento. El papel del Estado, su intervención activa en la
economía, el papel social del Estado del Bienestar (en especial de
la Sanidad), o las políticas de concertación entre agentes
sociales, han quedado reforzados en muchos países, durante la actual
crisis del COVID19, tal y como ocurrió tras la II Guerra Mundial,
con las diferencias señaladas anteriormente.
Por lo
tanto, debemos extraer enseñanzas de la experiencia histórica,
detectando sus carencias, pero también sus fortalezas y caminos
inexplorados (como las valientes propuestas socialdemócratas de Olof
Palme) en la búsqueda de una sociedad más justa,
igualitaria y respetuosa con el medioambiente. Un nuevo consenso
social es necesario, en el afán de observar las grandes
oportunidades democráticas que aparecen en el horizonte, tras el
inmenso sufrimiento que está causando la pandemia, tanto en Europa,
como en otras regiones del mundo, menos privilegiadas económicamente.
La
vuelta a esa nueva “normalidad” podría fundamentarse en la
audacia de las propuestas políticas y una defensa sin reservas de un
nuevo modelo de Estado del Bienestar que centre su esfuerzo en la
economía de los cuidados, la preservación de la vida y el respeto
al medioambiente. Una idea global de comunidad inclusiva y solidaria,
frente a las recetas individualistas basadas en la competencia
radical en todos los ámbitos que han sucumbido al peso de los
acontecimientos. O las sociedades logran poner sobre la mesa un
proyecto colectivo e inclusivo de futuro, como en 1945, o los
promotores de “ideas socio-económicas zombis”, en palabras de
Paul
Krugman, volverán a abocarnos a una nueva crisis
estructural con consecuencias imprevisibles.
La
experiencia histórica avala ese camino, seamos valientes.
Daniel Castillo
Hidalgo, profesor de Historia e Instituciones Económicas de la
Universidad de las Palmas de Gran Canaria.
Pedro González de
Molina Soler, profesor de Geografía e Historia, ex-Secretario de
Educación de Podemos Canarias.
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