Un
día al entrar en la habitación de mi madre, me sorprendió
su bonita cara entre las sábanas. Dormía profundamente, casi
sin respirar, yo observaba como
su cuerpo se había vuelto más pequeño y seco. La miraba como
si yo fuese otra persona, como si yo no estuviese en aquella
habitación, como en los sueños cuando te ves a ti mismo desde
lejos; pero no te reconoces. Entonces las lágrimas empezaron a
rodar por mis mejillas y mis manos, mojaban mi camisa y no
podía parar de llorar. Parece que las mujeres a una cierta
edad nos ponemos a llorar así, sin que nada nos consuele, como
si volviésemos a ser niñas. Me preguntaba: ¿donde se ha ido su
alma?, ¿está en algún sitio a la espera de que su cuerpo se reúna
con ella?, ¿está con sus hermanas, en el pueblo, charlando
alrededor de la mesa de camilla?, ¿se aloja en algún sitio a
la espera de la muerte? O quizás no esté en ninguna parte, quizás
no exista el alma y todo lo que tenemos es corazón, intestinos,
lengua...
Me
quedé todo el día con esta idea fija en la cabeza: "es
como la caja negra de los aviones". Pueden volar durante años y
parece que todo está en regla. De pronto el avión se estrella,
abren la caja negra y descubren que desde hace tiempo, había varios
tornillos sueltos. Las personas que nos ocupábamos de ella, lo
hacíamos lo mejor que podíamos. La lavábamos, la limpiábamos
cuando se manchaba, como si se tratase de una niña; le hablábamos y
mimábamos igual que a los niños; le dábamos un sin fin
de medicinas y hacíamos todo lo posible para que su corazón,
sus pulmones, su vientre, continuasen funcionando. Quizás la única
suerte que yo tenga es que nadie se va a ocupar de que mi corazón y
mis vísceras sigan funcionando cuando ya no puedan más.
Cuando
era pequeña me encantaban los domingos porque ese día no se hacía
nada en aquella ajetreada casa de mi infancia. Ninguna actividad,
todo era enormemente tranquilo, como si todo se hubiese congelado por
unas horas. Se parecía a aquel juego de las estatuas:
caminabas, caminabas y, al recibir una orden, los niños nos
parábamos de golpe simulando ser una estatua. Los domingos todo
era más ligero, como si yo misma no pesara nada, como si todos
fuésemos estatuas de sal. Ahora me sorprende la tranquilidad que
reina en esta casa. Ya no vienen niños, ni apenas visitas, ni se
escucha el charloteo de mi madre en el salón con sus amigas; pero
tampoco durante todo el tiempo que la cuidamos, pude tener un solo
día de descanso, sin esa preocupación por su salud que se instalaba
en mi cerebro. De igual forma que no he podido averiguar donde se
aloja el espíritu de las personas que amamos cuando están enfermas
o desaparecen.
Pensando
en el frágil cuerpo de mi madre, enfermo y casi inútil, me
gusta creer que su espíritu era como esas pequeñas bolas de cristal
que guardaba como un tesoro de pequeña, que se deslizaba
suavemente, que iba y venía y que a veces, solo de vez en cuando, se
quedaba un ratito conmigo. A pesar de el dolor que eso me
produce, a pesar de que soy incapaz de comprender esta extraña
relación con la vida, se que la belleza es lo único que permanece,
que solo la belleza sobrevive a nuestros recuerdos y a nuestro
espíritu. Entonces dejo de estar triste, porque la relación con mi
madre ha sido bella. Esa belleza es lo único que quizás pueda
transmitir en mi vida.
Carmen
Ciudad- WILPF
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