La
derrota del franquismo está siendo muy lenta. No obstante, las
celebraciones en este octogésimo aniversario van quedando relegadas
a la extrema derecha, con Intereconomía de protagonista, además de
otras opiniones erráticas de la todavía legal Fundación Francisco
Franco o alguno de sus miembros, que encuentran acomodo en las
páginas de ABC, y aparte de algunas parroquias católicas, que
siguen acogiendo el acontecimiento sin avergonzarse. Para la gente
normal, la fecha del 18 de julio no pasa de ser un mal recuerdo.
La
historiografía también ha dado pasos definitivos. Atrás ha quedado
la justificación del Alzamiento Nacional con la falacia de la
revolución comunista o de la Cruzada con la hipérbole de la
persecución religiosa. En la sociedad, el golpe de Estado también
va perdiendo las justificaciones, a pesar del esfuerzo permanente que
realiza la Iglesia católica con su martirologio y a pesar de los
negacionistas, encabezados por Stanley G. Payne, que se retrotraen a
la Revolución de 1934 o la proclamación de la República para
encontrar justificación del golpe de Estado.
La
interpretación de la equidistancia, sin embargo, aquella del “todos
fuimos culpables” de Vidarte o de “no fue posible la paz” de
Gil Robles, que terminaba calificando a la Guerra como una catástrofe
colectiva inevitable, que había que olvidar, esa interpretación
tarda más en caer. A veces reverdece, incluso, y uno puede encontrar
autorizados artículos de opinión en El País cargados de
expresiones como “contienda fratricida”, “cataclismo
colectivo”, “deplorable catástrofe de atrocidades homicidas” y
otras varias, así dichas, sin más precisión, que conducen
inevitablemente a la arcaica catástrofe colectiva que nos invitaba a
olvidar.
Pero
esta tesis de la equidistancia ya no cuaja, como lo hizo durante el
régimen de la Transición, porque ahora existen las fosas abiertas
y, paso a paso, van apareciendo todos los nombres y sus esqueletos.
“Aquello” ya no se puede ocultar. Por si quedaban dudas para
algunos, el Tribunal Supremo calificó los crímenes del franquismo
como crímenes contra la humanidad. Lo hizo en el razonamiento
QUINTO de la sentencia 102/2012 de la Sala de lo
Penal, por la que absolvía al juez Garzón del delito de
prevaricación, con estas palabras: “Los hechos anteriormente
descritos, desde la perspectiva de las denuncias formuladas, son de
acuerdo a las normas actualmente vigentes, delitos contra la
humanidad en la medida en que las personas fallecidas y desaparecidas
lo fueron a consecuencia de una acción sistemática dirigida a su
eliminación como enemigo político”. Como razonaba Antonio Elorza
en El País el
1 de noviembre de 2008, “de los crímenes
nazis a Karadzic, una calificación (jurídica) adecuada de los
crímenes vale más que una cascada de libros”.
Pese
a quien pese, esta es la novedad del octogésimo aniversario. De modo
que para la ciencia histórica, el golpe de Estado del 17 de julio de
1936 fue un acto “fuera de toda legalidad”, que atentó “contra
la forma de gobierno”, proyectando y ejecutando un “crimen contra
la humanidad”, según está demostrado historiográficamente y
aseverado por la Audiencia Nacional y por el Tribunal Supremo. Fin
del debate interpretativo.
La
sociedad, sin embargo, camina más lenta y el franquismo perdura.
Pero el camino para remediarlo no es la ocurrencia que acaba de tener
el abogado Eduardo Ranz con la aquiescencia de Zapatero, de emprender
una iniciativa legislativa popular para mejorar algunos aspectos de
la conocida como Ley de Memoria Histórica. El movimiento
memorialista, sin necesidad de personalismos anacrónicos, hace ya
mucho tiempo que viene buscando el acuerdo de los partidos con
representación parlamentaria para crear un Comisión de la Verdad,
que asiente con todo rigor la verdad histórica ya conocida y que
oriente a los poderes públicos acerca de la legislación deseable,
como han hecho todas las comisiones de la verdad en los países que
sufrieron dictaduras criminales. Esta es la tarea en el octogésimo
aniversario del crimen
Marcelino
Flórez
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