Sal de Cabo Verde (si puedes).


¿Alguno de ustedes ha viajado a un paraíso turístico y se ha visto metido en una “tourist trap”? En Cabo Verde todo es posible gracias a la especulación de los touroperadores y mayoristas. Algo así sucedió un verano de 2014 en Sal.
Situada al Sur del Trópico de Cáncer y al Este del archipiélago caboverdiano, la pequeña isla de Sal es el destino ideal de playa para los turistas que ya han visitado San Vicente y Santo Antao. El salto en avión es fácil y la tentación de llegar al paraíso que venden los folletos nos hace sentir ya el oasis, los cocoteros, los limones de Fa. Su encanto reside en unas playas kilométricas aptas para el buceo, y en una mina de sal que ya no está en actividad pero apta para un baño.
La opulencia caribe que tienen las playas salinas supera, es verdad, a las playas europeas. Pero, árida y desolada, Sal no tiene en su interior atractivo alguno. Es una isla plana, escasa de agua. No tiene cocoteros ni relieve, salvo algún morro pelado. En algún paraje desolado recuerda a los Monegros. En cuanto a la población, mestiza y criolla, se vino a poblar esta isla desierta de Dios y, en los últimos años, han arribado obreros de otras islas y artesanos senegaleses, malviviendo de la oferta turística internacional. La capital, Espargos, carece de interés turístico alguno. Al menos tiene el aeródromo.
En la parte Sur de la isla se encuentra la colonización de la llamada “horda dorada”. Es en Santa María, junto a su playa, donde se han construido varios complejos hoteleros o resorts. Algunos recuerdan al modelo caribeño, otros han adoptado una arquitectura en algo parecida a las mezquitas de Mali. El resultado es un falso exotismo para turistas adocenados, un pastiche. Es aquí donde se concentran las agencias de buceo y de rutas de aventura.
Nuestra impresión, al recorrer los restaurantes casi vacíos pero elegantes y “jamaicanos” fue la de encontrar un pueblo africano polvoriento pero maquillado para la ocasión. Los hotelitos con unas piscinas azul liberal y unas hamacas blancas (el color bueno) no se veían ocupados por turistas. En la puerta de algunos hoteles los taxistas miraban sin ver la calle donde unos gallinazos se disputaban las sobras. ¿Qué ocurría en Santa María?
En una tienda senegalesa, Akuaba, cerca del muelle, encontramos utensilios del Africa continental: Camerún, Ghana, Senegal. Enseguida el vendedor, Mamadou, pega la hebra con nosotros: “El negocio va mal, los turistas se han ido a Boavista, “il n’y a personne ici”. ¿Volver a Dakar? Mais non, Dakar es Francia, y el campo está peor, no trabajo. En Cabo Verde no son africanos, quieren ser portugueses, sí. Ven la tele de Portugal, beben cerveza Sagres. Católicos y tristes, verdianos, no quieren a los africanos.
Le compramos a Mamadou un cucharón de ébano, después de regatear con un té delante y salimos al muelle de madera, a la luz de Sal. Es el punto de reunión de la gente, aquí están con las cañas de pescar, o charlando, o jugando con los chiquillos morenos que se zambullen en el agua. El mar tiene unos colores increíbles, un agua cristalina y opalina, en tonos verdes y violetas. De aquí parte una suerte de paseo marítimo para pasear a la caída de la tarde, evitando los perros vagabundos y amarillentos.
Salinas de Pedra de Lume.
A unos 20 kilómetros al Norte queda Pedra de Lume, una población fantasma, con sus barracones y almacenes abandonados, donde queda algún barco oxidado en el muelle. A pesar de todo queda un bonito restaurante sin clientes y la opción de bañarse en las pozas de sal. Un mulato fornido ofrece un servicio de masajes a las pocas francesas que han venido con nosotros en el van desde Santa María.
La visita a estas instalaciones industriales tiene su interés. Aunque dejaron de funcionar en 1985, el entorno ha sido declarado Parque Natural. A las balsas de agua salitrosa se llega por un túnel o buraco y, al salir al cráter anegado en agua rosada y blanca, vemos una especie de teleférico con torres de madera y vagonetas caídas. Pasear por el borde de las salinas permite tomar unas estupendas fotos y contemplar los pelícanos. Al meternos en las aguas rosadas escuece todo, es la sal de la Tierra que nos cura, nos lava. Los cuerpos flotan como en el mismísimo Mar Muerto.
Luego de un baño terapéutico almorzamos en el restaurante Cadamosto una espetada de pescado y una sopa “a la portuguesa”. Se impone después una ducha para quitarnos las huellas salinas, y compramos a los niños unas curiosas pedras grises, salitrosas.
Hotel California.
Es de noche cuando el taxi nos lleva al hotel Sab Sab Sal en Santa María. A unos diez minutos andando al muelle de madera, junto al mar oscuro y ominoso, el sitio parece ser “fancy”. Acogedor y bien amueblado, con una buena piscina y alegres cuartos, pista de tenis y gimnasio (según reza el folleto).
Allí en recepción espera ella, tomando la campanilla en su mano con un suave roce, y me sonríe sin expresión. Luego del check-in me conduce por el corredor, con una vela en la mano. Yo pensaba para mis adentros “esto puede ser el Cielo o el Infierno”. Igual fue mi imaginación pero oí voces en la planta de abajo que parecían decir: “Welcome to the Hotel California, such a lovely place, such a lovely face”. Ni que decir que pasé mala noche a causa de los mosquitos, de la cancioncilla y del viento en los pasillos. Al asomarme al balcón, en la madrugada, ví unos pálidos galgos de ojos amarillentos rondar en la playa.
A la hora del desayuno cuatro camareros oscuros vestidos de blanco me sirvieron el único desayuno del hotel. Distraído aún por los efluvios nocturnos no caí en la cuenta de ser el único cliente vivo del local. “Plenty of room at the Hotel California” pensé. Mi cabeza me pesaba, de modo que terminé las papas cocidas y el bacon y salí a la alegre piscina. Nadie por aquí, nadie por allá. El quiosco de scuba diving muestra los trajes de buceo meciéndose en el aire caliente, sin empleado para atenderme. Vuelvo mis pasos al bar, donde seis camareros están mirando la tele, y le pido al barman una copa de vino. “No tenemos esa bebida aquí desde 1969 señor” me responde. Es parte de la canción de The Eagles: “We haven’t had that spirit here since 1969”. No puede ser, vuelve a sonar en los altavoces de la piscina la cancioncilla: “sweet summer sweat” y también “esas voces que te llaman desde lejos en mitad de la noche”. Absurdo, sólo soy un turista pero…
A la tarde decido dejar el Sab Sab y sus fantasmas. Al llegar a recepción la chica morena de la noche anterior me sonríe con una copa de champán con hielo en la mano. Con una mirada adulta me indica si subimos a mi cuarto, pero pido la cuenta. Entonces me dice en inglés lo que ya me temía: “We are all just prisoners here of our own device, relax, you can check out any time you like but you can never leave”.


Francisco Ortiz
1 de marzo de 2016

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