Todas
las personas queremos llegar a viejas sin envejecer, aunque con los
años suelen llegar los primeros achaques, y antes o después la
necesidad de ayuda para un número creciente de actividades. Todas
podemos acabar necesitando ayuda hasta para lavarnos, controlar las
necesidades o utilizar el servicio. En estos casos suele ser la
familia la que se encarga del cuidado y casi siempre lo asume una
mujer sin que medie ningún acuerdo explícito previo, por lo que los
cuidados siguen estando en manos de la comunidad y no del sistema
formal de salud.
El
impacto sobre la salud de las personas cuidadoras es muy grande. Su
vida puede llegar a girar en torno a un ser querido cada vez más
dependiente, se sienten atrapadas y con sentimiento de culpa, van
perdiendo las amistades, apenas salen con sus parejas y necesitan
descansar. Los recursos económicos son clave para satisfacer muchas
de las necesidades de las personas dependientes y de sus cuidadoras;
permiten contratar ayuda, conciliar los cuidados con la vida laboral
y social, reducir la conflictividad familiar y atenuar la desigualdad
entre hombres y mujeres. Pero la mayoría de las personas que
precisan cuidados no aportan ayuda económica, y si la prestan no
suele cubrir lo que se gasta en sus cuidados. Para colmo, los
recortes de ayuda a la dependencia de los últimos años han
sobrecargado a las familias en general y a las mujeres en particular.
Dada
la influencia del género en la distribución de las actividades
públicas y privadas, productivas y reproductivas, el hombre sigue
muy vinculado al ámbito productivo y sigue muy extendida la idea de
que las mujeres son las proveedoras naturales del cuidado. La idea
misma de la discapacidad está condicionada por el género. Vemos a
muchos hombres mayores que enviudan y son incapaces de hacer las
tareas domésticas que hacían sus esposas; aunque no tienen ninguna
discapacidad física es evidente que tienen una discapacidad de
origen social que se puede atender con cursos de formación para que
aprendan a cuidar o cuidarse. La mayoría de los varones están
acostumbrados a que primero los cuidara su madre y más tarde su
pareja, dedicándoles tiempo, cariño, respeto y apoyo. No
necesitaron aprender a cuidarse ni a cuidar de otras personas, lo que
ayuda a explicar que solo un 15% de quienes consideramos responsables
del cuidado de una persona mayor dependiente sean hombres.
Los
hombres se ven menos presionados que las mujeres para asumir esta
responsabilidad, sobre todo menos que las hijas solteras y las
viudas, que son las quienes más sufren el mandato del "deber
de...". De hecho, aunque la mayoría de las y los cuidadores de
mayores creen que hombres y mujeres pueden cuidar por igual, si les
preguntamos quién prefieren que les cuide en su vejez son cinco
veces más quienes prefieren que lo haga una hija a que sea un hijo.
La evolución que hemos vivido en los modelos de familia y en el rol
social de las mujeres no se ha visto correspondida con un incremento
equivalente de la implicación de los hombres en lo doméstico,
agudizando la crisis del sistema informal de cuidados y las
desigualdades entre los sexos.
Aun
así el número de cuidadores aumenta lentamente, sobre todo entre
quienes tienen una red familiar reducida, los casados, los parados,
los pensionistas y los jubilados. Aunque sigue habiendo diferencias,
hay cosas que ellos no saben hacer y
acostumbran
a recibir más apoyo de otras mujeres de la familia; también suelen
delegar, más que ellas, algunos cuidados personales como el lavado o
el cambiado de pañal.
Lo
principal es la experiencia personal de cuidar y ser cuidado, pero
esta actividad humana, tan importante, puede ser tan satisfactoria
como dura. El cuidado de los mayores puede ocupar muchos años, las
grandes dependencias suponen una dedicación de unas once horas
diarias, y es preciso corregir los desequilibrios entre hombres y
mujeres. La experiencia del cuidado tiene un gran potencial
transformador que posibilita una redefinición de roles de género.
Quienes se implican en la crianza y en lo doméstico aprenden a
cuidar, a cuidarse y a ponerse en el lugar del otro para satisfacer
sus necesidades, lo que propicia que tengan mejor disposición a
cuidar de sus mayores.
El
cuidado a los mayores es un reflejo de las prioridades de una
sociedad y de sus desigualdades y necesitamos revalorizar el derecho
a cuidar a los seres queridos anteponiendo las necesidades humanas a
las del mercado, un cambio con profundas
implicaciones
éticas que requiere igualar las oportunidades en el mercado de
trabajo que penalizan a las mujeres, políticas públicas adecuadas y
medidas educativas y de sensibilización social. Aunque la cobertura
pública del cuidado fuera universal, la familia seguiría siendo la
principal cuidadora, pero hemos de lograr que cuidar y dejarse cuidar
sea una decisión libre en un reparto equitativo. Hacen falta
políticas públicas a medio y largo plazo; también más recursos y
mejor coordinados, que promuevan la independencia de las personas
dependientes y alivien la carga de quienes las cuidan.
No
obstante, la participación creciente de los varones en el cuidado
cuestiona las atribuciones de género; invierten en él cantidades
similares de tiempo y muestran que las diferencias en cuanto al tipo
de tareas de cuidado o de responsabilidad sobre la persona atendida
son menores de las que cabría suponer. Es decir, que cuidan o pueden
cuidar cuando han de hacerlo. La población va a seguir envejeciendo,
y para incrementar la implicación de los varones hemos de combatir
las expectativas no escritas sobre quién debe cuidar, admitiendo que
los hombres aprendemos a hacer todo lo que nos interesa.
José
Ángel Lozoya Gómez
Miembro
del Foro y de la Red de hombres por la igualdad
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