Las múltiples violaciones llevadas a cabo por La Manada en los Sanfermines de 2016 nos conmocionaron como sociedad, porque ante tantas evidencias la mayoría de las personas empatizamos con la víctima.
¿De qué estaban hechos esos hombres, uno policía y otro guardia civil,
capaces de tratar a una chica de 18 años recién cumplidos como si fuera
un simple juguete al que no importa romper una y otra vez? ¿Cuántos más
hay como ellos? ¿Están menos seguras que nunca nuestras niñas y las
mujeres jóvenes por las calles?
No nos habíamos repuesto aún de esa cruel victimización cuando asistimos a otra: el desarrollo del juicio responsabilizando a la víctima
al estilo clásico machista. Y tras esto la sentencia considerando que
acorralar cinco hombres a una mujer, mucho más joven que ellos y sin
posibilidad de escapatoria, no es intimidación. Y con un voto particular
que recordaba de manera ofensiva a las películas porno en las que las
mujeres ni sufren ni padecen, las usen como las usen. ¿De qué están
hechas las personas que forman ese Tribunal? ¿De qué estamos hechos en
general los y las profesionales del derecho? ¿Pueden confiar las
víctimas en el trato que van a recibir por nuestra parte cuando acuden
al sistema judicial?
Entre las personas del mundo del derecho se generó también un debate profundo y no pocas veces crispado. El hecho de que nuestra legislación no defina la violencia psicológica
facilita que los prejuicios y la concepción del mundo de cada juez y
jueza sean los que se plasmen en las sentencias en no pocas ocasiones
por encima de la ley.
En mi opinión todas las personas en mayor o menor
medida somos machistas - aunque, como en mi caso, se definan como
feministas- porque es esa la cultura en la que hemos nacido y en la
que vivimos cada día. Pero además el machismo está muy arraigado en el sistema judicial,
que surgió precisamente para mantener el status quo, no para
modificarlo y alcanzar la igualdad. No es extraño que se dicten
sentencias que normalicen y no sancionen la violencia psicológica sutil,
como es la ambiental, e incluso que normalicen la no sutil. No es
extraño que algunas sentencias consideren que crear un entorno coactivo, intimidante, no tiene importancia,
o no vean en concreto ese entorno porque les parece aceptable. Como les
parece aceptable a muchas personas que algunos hombres digan a las
adolescentes y jóvenes por la calle que están para violarlas, o que las
acorralen para mirarlas bien cuando quieran. Y que otros busquen en los
parques o en las orillas de los ríos a las chicas para masturbarse ante
ellas. Y lo que se ve como aceptable no se identifica como violencia
psicológica aunque el legislador lo pretenda y la psicología nos diga
rotundamente que lo es.
Pero lo cierto es que si nos regimos por la Carta de los Derechos Humanos, por nuestra Constitución y por el Código Penal, la intimidación ambiental es una forma de violencia psicológica que está sancionada,
y eso es lo que hace el Tribunal Supremo, corrigiendo en lo que puede
-lo correcto habría sido acusar por múltiples delitos de agresión
sexual- el error de la Audiencia Provincial y del Tribunal Superior de
Navarra. Lo que hace es ni más ni menos que aplicar la ley sobre La
Manada intimidante, teniendo en cuenta, además, su propia jurisprudencia
anterior. Eso sí, la han aplicado sin prejuicios machistas, como
corresponde porque la igualdad no solo es un derecho, también es el principio rector que deben aplicar las administraciones, entre ellas la de justicia. Ya era hora.
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