A lo largo de la segunda mitad del año 1854 y, dos años 
después, en el mes de agosto de 1856 Karl Marx se ocupó de España en una
 serie de artículos que publicó en New York Daily Tribune. Se 
trató de trabajos periodísticos de los que hoy llamaríamos alimenticios y
 que le daban para malvivir en una época en que estudiaba en Londres la 
economía política clásica que serviría de base a la magna obra El Capital.
Marx nunca estuvo en España. España era en principio uno más de los 
muchos países periféricos sobre  los que emitía sus crónicas sacadas de 
los corresponsales de los principales periódicos europeos.
En concreto, el interés por España nació a raíz del pronunciamiento 
militar protagonizado por los generales O´Donnell y Dulce  a finales de 
junio de 1854; uno más de las asonadas pretorianas tan típicas de la 
época, que solo pudo triunfar en los primeros días de julio  por el 
apoyo recibido de un pueblo en armas que impuso un gobierno progresista 
presidido por el mítico general Espartero.
Marx nos cuenta aquellos episodios de forma convencionalmente 
periodística: conspiraciones, movimientos de tropas y choques armados 
entre las fuerzas gubernamentales y las insurrectas, para terminar 
poniendo su atención en los levantamientos populares en Madrid y en 
otras ciudades. En la actuación de las milicias ciudadanas y en las 
barricadas en las ciudades Marx creyó ver o el último de los movimientos
 revolucionarios europeos que tuvieron su inicio en 1848 o el primero de
 los que tendrían inexorablemente que venir en los años siguientes.
Tras unos días contando lo que ocurre, Marx saca la siguiente conclusión:
“No hay otra parte de Europa, que ofrezca al observador reflexivo un interés tan profundo como España en este momento” 
Si había en la Europa de entonces un “observador reflexivo” ese era Karl Marx, y en septiembre escribe a su amigo Engels que “España constituye su tema principal de estudio”. Y para estudiar a España acude a lo que considera la principal fuente de conocimiento de los fenómenos sociales: la historia.
Así en septiembre de 1854 envía al periódico norteamericano una serie de artículos bajo el título común de España revolucionaria que es un recorrido por la historia española en general y de los últimos cincuenta años en particular.
Marx que ha aprendido español y que ha consultado toda la 
bibliografía sobre España disponible en Europa nos cuenta la historia 
del país, pero en medio de la narración, ofrece un análisis del pasado 
en el que señala constantes que se repiten a lo largo del tiempo y que 
le sirven para comprender lo que estaba ocurriendo ante sus ojos.
Lo que  pretendo hacer es exponer ante ustedes algunas de esas claves
 o constantes percibidas por Marx y comprobar si se mantuvieron vigentes
 después de 1854, hasta qué punto siguieron condicionando la vida de los
 españoles y  lo siguen haciendo aún hoy.
Una primera cuestión que llama la atención de Marx es el 
sobresaliente papel de los militares en los procesos revolucionarios. Se
 pregunta: ¿cómo un ejército que ha perdido todas las batallas desde 
hacía siglos, cuya única victoria, contra Napoleón, hay que atribuirla a
 la lucha guerrillera y a la ayuda del ejército inglés, se erige en 
protagonista decisivo de la vida política española? Marx se responde: para su triunfo en España “los movimientos liberales han dependido constante y exclusivamente de la acción Militar”
Hasta 1844, añado, dada la debilidad de la burguesía revolucionaria 
con respecto a los detentadores del poder en el Antiguo Régimen, los 
liberales contaron con una fracción de las fuerzas armadas para regular 
las instituciones a su conveniencia. Estabilizadas las nuevas bases del 
sistema hacia 1844, la única batalla ganada por el Ejército-gendarme ha 
sido contra el pueblo español; en el siglo XIX contra las milicias 
nacionales o republicanas que trataban de profundizar y generalizar las 
conquistas revolucionarias al conjunto de la población; en el siglo XX 
contra el movimiento obrero y campesino. Gracias a su contribución a la 
causa burguesa, el Ejército recibió el inmenso honor de convertirse en 
exclusivo portador de los valores nacionales.
Una nación española que se construía mirando al pasado, valorando 
estúpidamente una sociedad inserta en una guerra permanente; guerras de 
reconquista y de conquista, dinásticas, imperiales, coloniales, civiles y
 guerras de clase; todas ellas con sus consabidos héroes guerreros 
 dispuestos a dar la vida por España y por el botín. Un botín que, a la 
altura de 1854, representaba casi la mitad del presupuesto del Estado.
Por ese motivo, para el ejército lo importante no ha sido ganar o 
perder guerras sino hacerlas durables,  creando enemigos ficticios y un 
clima artificial de enfrentamiento entre buenos y malos españoles que 
necesitara la vigilancia del ejército-gendarme. Pero no se puede olvidar
 que de esa vigilancia resultan beneficiadas clases sociales que se 
benefician de las economías de guerra; es decir, que hacen del botín el 
elemento axial de la política económica. Todo les está permitido a los 
vencedores; a los señores jurisdiccionales del Antiguo Régimen y a una 
burguesía que ha acumulado capital de guerra en guerra y que ha 
configurado una modalidad de capitalismo impune tras la rendición del 
enemigo, basado en la búsqueda de rentas, la corrupción masiva, las 
puertas giratorias, los contratos públicos amañados, las cláusulas 
piratas de los contratos hechas leyes, el fraude o la evasión fiscal, 
etc. etc.
Marx, por supuesto, no podía llegar tan lejos pero nos adelanta 
algunas pistas al respecto ofreciendo el perfil de los héroes y villanos
 de la “revolución” de 1854, los generales Espartero, O´Donnell, Dulce, 
Narváez, etc.,  personas sin convicciones políticas sólidas, cobardes 
que mandan al combate a sus soldados mientras ya tienen preparada la 
huida por si su alzamiento fracasa, gente extraordinariamente cruel que 
está dispuesta a arrasar una ciudad o un país con todos sus habitantes 
si lo consideran necesario. Gente vendida al mejor postor –Espartero al 
gobierno británico; Narváez al francés- e interesada solo por su 
bienestar personal: Espartero terrateniente en La Rioja; O´Donnell y 
Dulce se pronuncian en 1854 para evitar la abolición de la esclavitud en
 Cuba donde tenían  importantes negocios. Cualquier parecido con 
dictadores posteriores no es mera coincidencia.
Una segunda cuestión, aunque no en importancia, de las que Marx se 
ocupa es, en términos de hoy, del “encaje territorial de España”. Marx resume ese problema con una de sus más célebres frases respecto a este país:
“España es un conglomerado de Repúblicas con un soberano nominal al frente” 
Marx obtiene esta conclusión analizando la historia de España y, en 
concreto, la guerra de la Independencia. Napoleón creía que se haría 
dueño de España porque el Estado español estaba moribundo, y así era, 
pero se encontró que el pueblo y las ciudades estaban vivos. Se encontró
 con que, una tras otra, las juntas locales, en ausencia de Estado, le 
declaraban la guerra. Marx queda fascinado por un movimiento que no 
tiene parangón en toda Europa y que se reproduce en cada salto 
revolucionario: en 1820, en 1836 y ahora en 1854. A lo que Marx estaba 
asistiendo era a un combate, armas en mano, entre dos forma de construir
 la nación: la de los cruzados –mitad monjes mitad soldados- encabezada 
por un ejército profesional que llegaría a autodefinirse como “nacional”
 y la nación de los ciudadanos representada por las milicias locales 
progresistas, democráticas, republicanas o federales.
Lo que le extrañaba a Marx era que,  después varios siglos de 
monarquías absolutas en España, el poder municipal fuese tan fuerte y el
 Estado y la nación-cruzada tan débiles y tan contestados. La pregunta 
podría ser formulada hoy siglo y  medio siglo después; ¿por qué tras 
cuarenta años de totalitarismo franquista, el problema territorial antes
 definido por la pugna centralismo-localismo sigue vigente como una 
pugna entre el nacionalismo españolista y los nacionalismos periféricos?
Para responder a esto Marx plantea dos hipótesis. La primera incide 
sobre la connivencia entre las élites nacionales y las élites locales en
 torno a lo que he llamado el capitalismo-botín.
“El despotismo no ataca al autogobierno municipal cuando éste 
sirve directamente a sus intereses;  permite muy gustosamente a estas 
instituciones continuar su vida mientras dispensen a sus delicados 
hombros de la fatiga de cualquier carga y le ahorren la molestia de la 
administración regular”. 
¿Qué había interesado históricamente a los monarcas españoles? Que el
 municipio liberara de las tareas administrativas a los monarcas, 
encargándose de la recaudación fiscal, del orden público, de la 
beneficencia, etc., dejando a la monarquía la única tarea que le 
interesaba: los asuntos exteriores y  la guerra. Claro que  esa 
contribución de los municipios a la causa guerrera no fue gratuita; las 
elites locales obtuvieron su parte en el botín de guerra haciendo de la 
gestión de los asuntos estatales una vía de acceso a la propiedad y a la
 prevaricación. No es extraño, por tanto, que el movimiento republicano y
 libertario español del siglo XIX tuvieran al poder oligárquico local y 
no al débil Estado como el primero de sus adversarios y al municipalismo
 federalista como objetivo.
La segunda hipótesis es aún más reveladora. Dice Marx:
“Así la vida local de España, la independencia de sus regiones y 
municipios, la diversidad del estado de la sociedad, (son) fenómenos 
basados originariamente en la configuración física (geográfica) del país
 y  a la diversidad de los modos cómo las distintas regiones se 
emanciparon de la dominación mora para formar pequeñas entidades 
independientes”
Marx retrotrae los particularismos españoles (la invertebración que 
decía Ortega y Gasset) a la reconquista,  a la manera en que cada región
 se emancipó de los musulmanes. Marx no desarrolla esta idea pero podría
 haberlo hecho así: No fue la misma “reconquista” la que se produjo en 
el tercio norte protagonizada autónomamente por los pueblos que 
colonizaron los valles del Duero y del Ebro y dieron lugar a sociedades 
más igualitarias que la “reconquista” que se produjo en la mitad sur y, 
especialmente, en Andalucía, que fue realizada por los monarcas del 
norte, por señores jurisdiccionales a sus servicios. Esas dos formas de 
colonización darían lugar con el tiempo a la “diversidad de modos” que 
dice Marx, de modos de producción, a la diversidad de capitalismos.
No entenderemos la historia de España ni tampoco el momento actual 
sin tener en cuenta que antes de ser un Estado plurinacional (todas las 
naciones son una invención interesada) España ha sido y es un Estado 
pluricapitalista que ha vivido momentos de concierto y momentos de 
conflictos agudos como el actual. En este orden, la unidad de España es 
un mito, nunca ha existido, ni siquiera con Franco; ha sido una entente 
entre elites centrales y periféricas y todas juntas contra el pueblo.
Una tercera cuestión: Marx quedó fascinado por la capacidad 
revolucionaria del pueblo español; por las guerrillas y las juntas de 
1808; las milicias de 1820, 1836, 1840, las que observaba en 1854, y las
 que tendrían lugar entre 1868-1873 y que describiría Engels. Sin 
embargo, se da cuenta de que el pueblo nunca alcanza lo que quiere; se 
cree que derribando gobiernos tiránicos lo que tenga que venir ya es 
necesariamente distinto, carece de líderes propios y confía la nueva 
gobernanza a aquellos que se presentan como “revolucionarios” pero que 
son los herederos de las viejas clases dirigentes.
Eso había ocurrido en 1808, cuando las juntas locales elegidas por el
 pueblo fueron  dirigidas por clérigos, militares o por los antiguos 
gobernantes que temen que el giro revolucionario les arrastre. Estaba 
ocurriendo también en 1854, cuando ganada la lucha contra el gobierno 
conservador, el pueblo vitorea a su líder: el general Espartero.
Ese lapsus por parte de los revolucionarios se ha manifestado 
repetidamente en los textos constitucionales. Constituciones que 
recogían indudables avances en torno a las  aspiraciones populares pero 
también artículos que recogían los intereses de los grupos dominantes. 
Las hemos llamado constituciones “de consenso”, pero eran en realidad 
 constituciones “híbridas”, un solapamiento de principios antitéticos 
cuya resultante final dependerá de la correlación de las fuerzas 
futuras. Así Marx opina de la constitución de 1812, de La Pepa.
“Pueden señalarse en la Constitución de 1812 inconfundibles 
síntomas de un compromiso concluido entre las ideas liberales del siglo 
XVIII y las oscuras tradiciones teocráticas”. 
Ni que decir tiene que las constituciones españolas que no incluían 
los privilegios de las “oscuras tradiciones”, como la de 1856 a cuyo 
parto estaba asistiendo Marx, la de 1873 o la de 1932, o  no nacieron o 
fueron abolidas por golpes militares: el de O´Donnell en 1856, el de 
Pavía en 1873 o el de Franco en 1936.
La Constitución de 1978 fue también una constitución híbrida. España 
se convirtió en un Estado democrático, social  y de derecho pero, en 
paralelo, consagró como “instituciones especiales” a la monarquía, a la 
iglesia y al Ejército; es decir, a las mismas instituciones que han 
construido el Estado y la nación española desde la Edad Media; al 
monarca se le permite hacer negocios con la guerra, con la iglesia se 
conciertan escuelas y hospitales mientras al ejército y a la industria 
de la guerra se le conceden miles de millones y la salvaguarda de la 
unidad de España.
La constitución de 1878 instauró el Estado de las Autonomías como 
fórmula para conseguir el encaje territorial de las regiones o, lo que 
es lo mismo, para que los distintos capitalismos españoles tuvieran en 
las competencias autonómicas los mecanismos institucionales para 
consolidar sus “modos” que decía Marx de acumular capital. El 4 de 
diciembre de 1977 el pueblo andaluz demostró que era un verso libre que 
no quería que  Andalucía siguiera siendo el mercado colonizado que la 
había conducido al subdesarrollo. El pueblo confió al PSOE el liderazgo 
de una nueva época para que cambiara las cosas, pero no lo ha hecho. Si 
acaso, ha conseguido que el partido y una parte del pueblo andaluz hayan
 sido recompensados por su sumisión al modelo de 1978. El resultado es 
que Andalucía sigue ocupando hoy como en 1978 los últimos lugares en 
aquellas variables que miden el progreso y el bienestar y el primero en 
los que miden las deficiencias.
Al referirse a todas las revoluciones fallidas que he mencionado, Marx escribió:
“Al proclamarse la Constitución (de 1812) fue recibida por 
entusiasta alegría pues en general las masas esperaban la súbita 
desaparición de sus sufrimientos sociales por el mero cambio de 
gobierno. Cuando descubrieron que la Constitución no poseía tales 
poderes milagrosos, las exageradas esperanzas con que fue saludada se 
trocaron en decepción, y en esos apasionados pueblos meridionales no hay
 más que un paso de la decepción a la cólera”. 
Eso ha pasado en las elecciones del 2-D, pero la cólera es siempre 
ciega o conducida por quienes están interesados en promoverla para fines
 reaccionarios y dirigirla contra los que cuestionan la legitimidad del 
capitalismo como botín. En una situación parecida a esta, Ortega y 
Gasset reconocía su impotencia intelectual cuando decía: “no sabemos lo 
que nos pasa y eso es precisamente lo que nos pasa”. Marx, por el 
contrario, sí sabía lo que nos pasaba porque aprendió mucho de la 
historia.
Por Carlos ARENAS POSADAS
(Texto de la conferencia que iba a pronunciar en la Universidad de Sevilla el día 12 de diciembre de 2018 en un acto
 conmemorativo del 200 aniversario del nacimiento de Karl Marx, suspendido por el rectorado)
https://encampoabierto.com/2018/12/13/karl-marx-sobre-espana-1854-1856/         
 
 


 


 




 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
