A la vista de los acontecimientos de Cataluña, no podemos más que reivindicar el pensamiento de Montaigne, quien decía que «las leyes mantienen su crédito no porque sean justas sino porque son leyes». Y decía a este respecto otro francés universal, Derrida, que las leyes «no se obedecen porque sean justas sino porque tienen autoridad». El Estado sabe que en Cataluña su autoridad es menguante. La prueba de ello es el envío de 6.000 Policías Nacionales y Guardias Civiles de refuerzo o el adelantamiento por la Mesa del Congreso de los Diputados de la creación de la Comisión para la Evaluación y la Modernización del Modelo Territorial que estaba prevista para la próxima semana. Y el independentismo sabe que su autoridad —social, política y moral— crece. En esa estamos. En la pugna de soberanías, leyes y violencias. Unos reclaman democracia otros la autoridad de la ley. Si en el artículo anterior analizaba la realidad catalana desde la realidad nacida de las leyes de referéndum y transitoriedad, en este la analizaré desde el interior del orden constituido.
El deseo de justicia ha desbordado la ley
en Cataluña. Es dentro de la justicia donde se está produciendo el
choque. Para unos ésta es la aplicación de la ley, y la no aplicabilidad
de la ley da como resultado una justicia sin fuerza. Y una justicia
impotente no es justicia. Para otros la justicia es democracia, poder
decidir. Poder decir. Pero este decir no puede ser expresado de
cualquier manera, ha de ir acompañado de garantías, procedimientos y
derechos. Es lo propio, lo característico, de una democracia
procedimental como la nuestra. De lo contrario la democracia se
convierte en una coartada, en un concepto abstracto sin existencia real,
en un simple sonido −flatus vocis−. Y en Cataluña lo que estamos viendo es una fábrica de mentiras.
En Cataluña se está produciendo el
despotismo de la minoría que busca la independencia sin mayoría, sin
procedimiento y sin garantías. Es la negación misma de la democracia,
cuyo primer mandamiento es luchar por la democracia, contra los
adversarios de la democracia, dentro de la democracia.
La insuficiencia
de la democracia hace aflorar dimensión del poder, de la misma manera
que lo aflora la insuficiencia de la ley. Una lo hace desde la mentira
de la palabra, la otra desde la fuerza de la ley o de la policía.
Despotismo o abuso/opresión es mala pareja para una elección. ¿Acaso la
razón del más fuerte es siempre la mejor? ¿Quién es el mejor: el opresor
o el déspota? ¿Quién es el más justo?
Si las leyes se obedecen porque tienen
autoridad, como dice Derrida, la debilidad de la ley alienta la
revuelta. No contribuye a la resolución de la crisis territorial de
Cataluña, ni a la crisis política que late bajo ella, que una parte de
la izquierda continúe instalada en el callejón sin salida del rechazo
vacío, donde sólo le queda exclamar, como hizo Iglesias en la Diada, «Visca Catalunya lliure i sobirana»
o decir que en España hay «presos políticos». Estas manifestaciones no
debilitan la cerrazón obcecada del Gobierno del Estado de instalarse en
la fuerza de la ley, sino que favorece el debilitamiento de la autoridad
de la ley. «La autoridad de las leyes sólo reposa en el crédito que se
les da. Se cree en ellas, ese es su único fundamento». Y este marasmo no
ayuda a que la razón deje de seguir apareciendo «como una extranjera»
en este conflicto.
Es necesario por tanto recuperar el nexo
que hay entre ley y democracia, y abandonar por antidemocrática toda
política –estatal o autonómica, gubernamental o parlamentaria− que
socave la legalidad y transforme «la democracia formal en democracia
ficticia». La concesión de espacio a la ilegalidad o la connivencia con
ella «es un espacio sustraído a la democracia», al distorsionar
radicalmente el mecanismo de formación del consenso. Este nexo no se va a
restituir polarizando el espacio político en Cataluña entre quienes no
renuncian a que «lo justo sea fuerte» y quienes sólo actúan desde la
voluntad opuesta para que «lo fuerte sea justo». Por el contrario con
esta actitud la democracia muta en «democracia lobotomizada», en la que
como en este caso se instala un ciclo acción/reacción de
fuerza/revuelta que amenaza con persistir ad infinitum.
Cada parte en este conflicto tiene su ley
y cada parte puede invocar, por tanto, su legítimo derecho a ejercer la
violencia conservadora de su ley. El Estado lo está haciendo. La
Generalitat la ejerce de forma indirecta desobedeciendo la ley del
Estado. ¿Y cuando éstas no basten qué ocurrirá?
Paco Soler
http://mas.laopiniondemalaga.es/blog/barra-verde/2017/09/24/soberania-ley-violencia-cataluna/
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