«¿Vivimos encerrados en los muros de
nuestras ciudades o bajo la bóveda de las constelaciones? ¿En cuál de
las dos? ¿Cuál de las dos es más nuestra morada?»
¿El mundo o el
planeta? No son separables. El elemento común a la profanación, a la
polución y a la corrupción es la suciedad. Es la acción de ensuciar de
forma figurada o real. Ensuciar la memoria, el entorno, la materia.
Manchar, contaminar, mancillar, es desobedecer a la pureza. Y a la pietas.
Hemos ensuciado el planeta, tras ser arrojados al mundo, igual que
muchos animales ensucian su guarida. Esta impureza, a la que le acompaña
la impudicia, pone de manifiesto tres rupturas: trascendente, natural y
moral.
Primera ruptura. Profanación. Dios ha muerto, proclamaron Hegel, Dostoiesvki y Nietzsche.
Nosotros lo matamos. Con esa muerte culminamos una práctica que
iniciamos hace 430.000 años, en Atapuerca, con Cr-17. La ciencia y la
tecnología, en el siglo XX, con su presunción de libertad subyacente,
proveyó al ser humano de una experiencia prometeica, que le permitía
escapar a las ataduras morales anteriores. Los nazis percibieron esos
cambios en la moralidad. Ningún poder, sintieron había, ya, por encima
del hombre. El Holocausto inauguró una nueva era. La del exterminio
masivo de vida humana exento de culpa. Sin necesidad de redención. Auschwitz
fue el rito expiatorio, el juego sagrado que había que inventar, para
que «el superhombre» apareciera digno de la grandeza del robo
perpetrado: el del fuego de los dioses.
Segunda ruptura. Polución. Tras la muerte de Dios, envenenamos el planeta. El que creemos poseer en propiedad por herencia. Pero somos Tierra.
Nuestro cuerpo está constituido con los elementos de la tierra, el aire
nos da el aliento y el agua nos vivifica y restaura. Nada de este
mundo, por tanto, nos puede resultar indiferente. «El libro de la
naturaleza es uno e indivisible». Incluye el medio ambiente, la vida,
las relaciones sociales, la economía. Todo. El cambio climático es
fruto, a la vez que símbolo. Es el signo de una Naturaleza doliente,
casi agonizante, cuya extinción está perpetrando el hombre. Desde una
perspectiva teológica la Naturaleza sería un siervo doliente,
que en su experiencia de soledad y tribulación, representa su propio
misterio de pasión y cruz. El origen de esta encarnación está en el
aislamiento del ser humano tras los muros de la ciudad, en la ruptura de
nuestro lazo con la Naturaleza. Desde ella el hombre ejerce un poder
sin límites sobre el planeta. La Naturaleza queda reducida a la
naturaleza humana. Al igual que Dios, la Naturaleza tampoco es
considerada hoy fuente normativa, moral o trascendente. El contrato
natural ahora es contrato de suministro.
Tercera ruptura. Corrupción. Tras la II
Guerra Mundial las democracias liberales, en su pretensión de
apropiación de la Naturaleza, cayeron, sin saberlo, en lo más profundo
del pensamiento hitleriano. Su ambición de confinarla de una manera
absoluta, a una existencia sujeta al tiempo, al tiempo del consumo, que
es el tiempo que pasa. Es la misma ambición que la que tenía Hitler
respecto al ser humano. Esta voluntad de apropiación absoluta se revela
en una máxima: la hipernaturaleza productiva. Principio que sanciona un
nuevo concepto de Naturaleza, igual que el principio totalitario de
«hiperhumanidad» busca crear un nuevo hombre. Lo hace a través de una
doble delimitación: positiva una, al fijar de manera activa el ideal de
Naturaleza a través de la transformación genética, el uso de una
diversidad biológica reducida: sólo las variedades de mayor rendimiento
productivo, y de métodos industriales de producción alimentaria en masa;
y negativa la otra, a través de la eliminación de la parte de la
Naturaleza que es perjudicial para el sistema económico, por destruir su
prosperidad debido a su insuficiente tasa de producción, que concreta
la no-naturaleza. Este fundamentalismo economicista, que exalta por
encima de cualquier otro aspecto, cualidad o característica, la
eficiencia económica, y aniquila los cuerpos superfluos o corruptos, es
el equivalente a la glorificación totalitaria de la sangre del nazismo y
el ennoblecimiento de los trabajadores en armas del estalinismo. Un
dato emanado de esta ruptura: el incremento de la temperatura media del
planeta en 2016, es el que estaba previsto alcanzar en 2100.
Epílogo. La ciudad de la modernidad
ha roto el contrato natural. Ya no es un simbionte. Se ha convertido en
un parásito. Obtiene todo de su hospedador y a cambio produce daño.
Profana, poluciona, corrompe. Ha levantado un altar para que la llama
del fuego prometeico, que viaja de ciudad en ciudad, no se apague. ¿Para
ir a dónde? La ruta está inalterada. Seguimos instalados en el
participio femenino de romper. La ciudad «habita la historia», porque el
contrato social moderno ignora la Naturaleza. Por él hemos desanudado
el lazo que nos ata al planeta, cortado el vínculo «que enlaza el tiempo
que pasa y transcurre y el tiempo que hace». Sin responsabilidad,
exentos de culpa, ponemos cartas en el féretro de la Naturaleza, para
que las lea Dios cuando le lleguen. Es tiempo de preguntas políticamente
sensibles. Es tiempo de conversiones ecológicas.
Paco Soler
http://mas.laopiniondemalaga.es/blog/barra-verde/2017/01/25/profanacion-polucion-corrupcion/
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