Los dueños de las riberas del río acudieron en
cuidadoso tropel a espiar al animal forastero que, precedido durante
meses por las alarmas de las otras tribus mensajeras, habitaba el río
nadando contracorriente.
De nada habían servido los ataques nocturnos y los dardos
envenenados con que las más audaces le habían acosado; tampoco los
rituales de las brujas de las tribus y de los chamanes vagabundos habían
logrado conjurar a la misteriosa bestia.
El animal estaba habitado, en su lomo, por parásitos grandes como
hombres y peludos como monos. Los que eran tocados por ellos caían
enfermos y morían con la cara llena de pústulas sangrantes y
pestilentes. Muy pocas veces la medicina más poderosa de los espíritus
antepasados había podido vencer al mal: las que sobrevivían quedaban
marcadas por las pústulas de fuego de los diablos parásitos.
Muchos años después todavía las riberas del río caían asoladas por
la pestilencia cada vez que los espíritus se perdían en la niebla que
desdibujaba las fronteras del mundo celeste de los antepasados.
Una tribu de sacerdotes había surgido del culto a aquel animal
fantástico que una vez había habitado las aguas; eran los descendientes
de aquellos que habían sobrevivido tras ser tocados por los parásitos
deificados. Eran malvados y avariciosos y algunos también eran peludos
como monos. Construían templos gigantescos que parecían inmensos
termiteros y allí sepultaban las vidas de todas aquellos que se
dedicaban a horadar la tierra trabajando al servicio de aquellos
semidioses tocados por el infortunio.
Atesoraban las entrañas de la tierra, la herían y rasgaban hasta
que se convertía en un laberinto de canales vacíos que a veces se
derrumbaban dejando al descubierto la inerte nada de los restos del
obsceno robo.
Las dueñas de las riberas del río todavía no sabían que todo eso
iba a ocurrir y no sabían tampoco que muchos de ellos iban a ser los
héroes infames que, envilecidos por la victoria, instauraron la nueva
era.
Todo comenzó así, entre las que no eran dueños de sí mismos, para
sobrellevar el trabajo. Todavía no había máquinas; luego, sólo lo
entendieron los que eran jóvenes y obreras: era casi lo mismo, pero con
máquinas.
Esa fue la juventud alegre y combativa, fuente de donde manó toda
la cultura popular capitalista. Las sectas tradicionalistas no lo podían
entender, como no lo entendieron las escuadras de las estéticas
fascistas, ni de las vanguardias bolcheviques: era tan simple…
Entonces arrasó el mundo conocido y toda la progresía pija lo pulió
y lo reconstruyó en forma de arte culto, levantando los adoquines para
encontrar la playa; acto constitutivo de la nueva sociedad: el reino de
los deseos florecía como un árbol multicolor.
Parecía que lo habían conseguido, pero no les quedó más que el
mercado. Los bolcheviques y los fascistas patalearon en sus tumbas:
¡Capitalismo decadente!
Varias generaciones después, el mundo se había ramificado en las
ortocracias del interior, dominadas por grupos terroristas y
guerrilleros, y en las talasocracias marítimas.
Algunas ciudades costeras conservaban su independencia, organizadas en ligas de taifas municipales.
También progresaban infinidad de monasterios semiautónomos,
gobernados por heresiarcas integrados, enriquecidos por los tributos de
los altares y las tasas comerciales y protegidos por milicias de monjes
mercenarios. Eran los depositarios de los saberes místicos de los
antepasados y desarrollaban una cienciología críptica para los
iniciados.
En algunos ramales remotos del río se asentaban comunidades que se
seguían considerando a sí mismas dueñas de las riberas y acogían aún con
veneración a los chamanes vagabundos.
Eran ya tiempos en que las primeras épocas eran recordadas en
formas poéticas, como la mano invisible del mercado o como la
providencia que propició la epidemia de los cataclismos nacionalistas de
la etapa interbélica, justo antes de que la ingeniería del poder
híbrido neutralizara aquella pandemia de voluntades con las tecnologías
del agua corriente y el alcantarillado. En algunos monasterios de
heresiarcas marginales aún se adoraban los restos degenerados de héroes
de la pureza y de la ética del combate. Allí cultivaban exóticas plantas
milenaristas y las rodeaban de rituales mesiánicos, a la espera de los
advenimientos oportunistas.
También se habían desarrollado ídolos popchamánicos y merodeadores
que salmodiaban en sus cánticos los nombres secretos de dios y eran
concebidos como la máquina de dios, capaz de resolver las situaciones si
eran convenientemente convocados en ritos multitudinarios, en los que
se relataban una y otra vez, en invocaciones tautológicas y poliédricas,
los fatalismos de la fortuna.
Las escuadras vándalas estaban al acecho, surgían, siempre en
nombre de la imposición de la pureza, diversas, multicolores, a veces
abigarradas e inexorablemente dotadas de miradas fatalistas, armadas con
los adornos del asombro, obedeciendo simultáneamente a determinaciones
de creación y devastación. Los ídolos deificados rompían aquel mundo una
y otra vez. No lo dejaban ser. Ya nunca fue.
De vez en cuando se veían grupos desmadejados que deambulaban en el
mundo, como héroes que realizaran un viaje inciático por las diversas
formas de convivencia, poder y organización social, como nuevas Ulises
andróginos, postdemocráticos, utópicos y consumistas. Conservaban,
escondidos de la mirada del hámster enemigo, esa personalización de todo
lo que hace degenerar una idea, un proceso, un proyecto o un mecanismo,
algunos legajos de la filosofía y, entre los desperdicios, rebuscaban
trozos de ciencia.
Entre tanta religión y tanta tecnología a veces encontraban piezas rotas que parecía que eran saber.
Javier Moreno Ibarra
http://www.elcorreoextremadura.com/noticias_region/2018-12-27/1/29814/este-podria-ser-el-comienzo-de-un-comic-fantastico-futurista-lleno-de-heroes-y-semidioses-macarras.html
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