CUESTIÓN DE QUÍMICA

El verdadero amor no te destruye

Esa noche llueve a mares, a cántaros y Julietta está ahí, enfrente de la casa e imagina todo lo que se desarrolla dentro. Ha salido precipitadamente, siguiendo ese impulso irrefrenable que la lleva siempre hasta aquella casa y solo ha cogido un paraguas pequeño y una gabardina ligera. Esta ahí, en la calle, calada hasta los huesos. Las lágrimas corren a borbotones por su rostro, sin piedad, sin contención. Piensa que sus lágrimas hacen charcos en la acera y se unen a la lluvia del asfalto.

Mira las luces de la cocina, del salón, todo está encendido, seguramente también la chimenea. Imagina al que fue su amante cocinando para sus niños y sentados en la mesa conversando, mientras suena una música suave y cálida en el fondo del salón. Pero ella ya no está ahí, está fuera, expulsada, fuera de ese infierno y de ese paraíso.

Hubo un tiempo en que cuando él llegaba del trabajo, se encontraba todo preparado, los niños alegres y las flores encima de la mesa. Julietta improvisaba jarrones y centros florales deliciosos e intentaba rodearlo todo de un gusto refinado y exquisito. El tocaba sus labios ligeramente, con un toque apenas perceptible, para después besarla y aquel gesto, solo aquel gesto, era capaz de cambiar toda la química de su cuerpo.

Pero muchas veces él protestaba porque la comida no era lo suficientemente buena, o porque los niños estaban viendo la TV, o encontraba cualquier excusa para empezar una discusión absurda en medio de la cena, mientras consumía una botella de vino hasta volverse violento y tosco. Entonces perdía sus modales elegantes, su mirada se volvía severa y daba golpes encima de la mesa. Los niños se precipitaban a sus habitaciones aterrorizados y Julietta les seguía llorando, en silencio. Aquel príncipe ruso que quiso casarse con ella a la semana de haberla conocido, le recordaba irremediablemente a su padre, inteligente, culto, borracho y loco.

Ese día Julietta había vuelto a la ciudad después un mes de viaje. Se había esmerado en la preparación de la cena, cuidando hasta el más ínfimo detalle, el mantel, la cristalería, los platos. Comían y charlaban con los niños. Uno de los niños, el pequeño Nico, veía como su padre bebía más que de costumbre y de una forma ingenua, con su vocecita cantarina, con esa mezcla infantil de seducción y zalamería, dijo:

  • Papa se va a convertir en un alcohólico!
  • El padre, frío e imperturbable le respondió: Nico, ¡ya soy un alcohólico!

Acto seguido se volvió hacia ella y la miró fijamente :

  • Esto se tiene que acabar, ¡no podemos seguir siendo amantes!
Solo podemos ser amigos; pero no quiero renunciar a tu sonrisa.

Los niños estaban tan atónitos como ella. Julietta observaba como retenían la respiración para intentar pasar inadvertidos y había en sus caritas el mismo pánico que ella sentía cuando era una niña, frente al enfado de su padre. Y al igual que entonces, no sabía que decir, ni cómo comportarse. Un tremendo
dolor le apretaba la garganta y volvieron esas ganas de vomitar que sentía de niña. De repente se había vuelto invisible y pequeñita.

Se levantó lentamente, apenas si podía cargar con el peso de su bolso y su chaqueta. Cerró la puerta tras ella, mientras él no hacía el más mínimo gesto para retenerla.

Al día siguiente le dolía la cabeza, el corazón, las vísceras. Quería creer que todo eso no había pasado, que se trataba de un mal sueño y le llamó por teléfono. Nadie respondía. Pasó por su casa y no contestaban. Siguió llamándole intermitentemente durante varios días y nadie descolgó el teléfono. Los niños debían de tener órdenes muy precisas.

Un día pasó cerca de su casa y casualmente vio como él se reunía con una muchacha bonita a la que abrazaba cariñosamente. A partir de ese momento no pudo retener nada en el estómago, vomitaba todo lo que comía. No pudo viajar, ni salir a restaurantes, ni verse con amigos sin ir varias veces a los lavabos donde expulsaba toda su tristeza. Entraba en las iglesias y allí pasaba largas horas llorando. Finalmente un día, cogió una curva peligrosa y se estrelló con su coche. Esa noticia salió en todos los periódicos de la pequeña ciudad donde vivían. Seguro que él lo supo a través de amigos; pero en el hospital no recibió ni una llamada, ni a flor, ni una señal de amistad o resquicio de su amor.

Ahora está ahí fuera, bajo la lluvia. Ha leído en algún sitio que el amor “no es solo una cuestión de química” y siente tristeza por ella y por ese hombre cuya química le producía tanto placer para después transportarla hasta el infierno. No puede creer que le haya perseguido tanto, que haya buscado su amor tan desesperadamente como buscó el de su padre. Solo quiere olvidarle, quiere aprender otra forma de amar, que no la humille ni la destruya.

Bajo esa intensa lluvia, bajo ese chubasco suyo de desgracia que destiñe todo lo que queda de su espíritu, le viene a la mente un poema de una amiga que, sin saberlo, parecía hecho a su medida:

“…Quiero olvidarte, sabes,
quiero olvidarme de ti,
de tu olor a tabaco,
que me da tos
y no me importa…

Quiero olvidarme
de que te he querido tanto
y sin medida
y eso no voy
a perdonármelo en la vida”.



Y vuelve a ser una mujer alegre, rebelde y vulnerable, con un imperceptible aire de tristeza que le revolotea en el rostro y que solo ella conoce. Y vuelve a nadar cada día, cada mañana o cada tarde. Se sumerge en el mar porque el mar, como la vida, es a veces incomprensible e inabarcable. Tal vez porque cuando nada, el agua acaricia suavemente su cuerpo como lo hace un amante que favorece el olvido y borra la culpabilidad.



Carmen Ciudad 

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