En
los últimos cuarenta años el consumo de prostitución ha
evolucionado de la forma menos previsible. Lo que bajo la dictadura
fue rito de iniciación y válvula de escape (que se explicaba por la
represión y la censura franquistas de la sexualidad en general, y de
toda práctica sexual fuera del matrimonio y que no fuera encaminada
a la reproducción), ha pasado ahora a verse como la posibilidad de
vivir una experiencia placentera que, además, reporta plusvalía de
género.
Durante
el franquismo se pronosticaba que con la llegada de las libertades,
la legalización de los anticonceptivos y la liberación de las
costumbres sexuales, el consumo masculino de prostitución acabaría
siendo una práctica muy minoritaria. Pero la cobardía de unos y la
oposición de otros han frustrado los esfuerzos del movimiento por la
liberación sexual (feministas, gays, lesbianas, sociedades de
sexología...) en pro de una educación sexual democrática, en la
escuela y en las familias, que pusiera la libertad y la búsqueda
mutua del placer en el centro de los encuentros afectivo-sexuales.
Este
vacío educativo lo llenó el Mercado, que asumió la función de
proveedor de información sexual sustituyendo a los amigos de antaño.
Con la conquista y consolidación de las libertades democráticas, el
Mercado se encargó, con la pornografía como mascarón de proa, de
dar respuesta a las ganas de explorar y conocer todas las
posibilidades de lo sexual; la búsqueda y la obtención del placer
se convirtieron así en un variado catalogo al alcance de todos, que
incluye productos tan diferentes como la moda, el culto al cuerpo, la
cirugía estética y genital o la viagra. Y también, claro, la
prostitución.
Hoy
todavía va de putas la generación educada en el nacionalcatolicismo
(que asistió a la llegada del destape, la pornografía y los vídeos
comunitarios), para quienes este era el único contacto sexual a que
se podía aspirar sin pasar por los altares, o el único modo de
experimentar aquellas prácticas que no osaban sugerir a sus esposas;
también va la generación que creció con el feminismo, los hombres
que vieron cuestionada su habilidad cuando las mujeres comenzaron a
reivindicar su propio placer en el encuentro heterosexual; e incluso
la juventud consumista que ha crecido con Internet, se ha educado
sexualmente frente a la pantalla del ordenador y se descarga sin
problemas aplicaciones para el teléfono móvil. Van de putas todos
aquellos hombres a quienes no compensa la incertidumbre ni el
esfuerzo del ligue, los que ven más cómodo y asequible pagar por
los servicios de jóvenes de distintas razas y nacionalidades, que
les prometen satisfacer todas sus fantasías sexuales sin que ellos
tengan que asumir responsabilidades ni sentirse examinados por unas
mujeres cada vez más autoafirmadas.
Es
cierto que ahora los jóvenes tienen mucho más fácil relacionarse
sexualmente con gente de su edad, pero para ellos, al igual que para
sus mayores, la iniciación en el consumo de la prostitución tiene
mucho de rito homosocial. Aunque ir de putas haya dejado de ser la
ceremonia de paso a la sexualidad adulta, ahora se suele entrar por
primera vez a un puticlub para acabar una fiesta o una juerga entre
amigos; sin la premeditación de antaño de quien va a pagar a cambio
de sexo, pero con unos colegas que les animan a probar, a cambio de
reconocerles como los heterosexuales activos y trasgresores que se
supone que son.
Hay
cierta coincidencia entre los hombres en ver su sexualidad como una
necesidad que transciende el autoerotismo y debe ser satisfecha; esta
supuesta necesidad se percibe entonces como un derecho individual que
algunos convierten en exigencia social, lo que les lleva a sostener
que la prostitución cumple un fin social de innegable importancia
que debe ser regulado por el Estado.
Los consumidores habituales son pocos, los ocasionales muchos. Lo que
garantiza el futuro de la prostitución es que en realidad son muy
pocos los hombres heterosexuales que no se ven a sí mismos pagando a
cambio de sexo en ninguna circunstancia. La inmensa mayoría defiende
la necesidad de perseguir la trata de personas y la prostitución de
menores, y que una regulación garantizaría el control sanitario y
fiscal, al tiempo que protegería los derechos de las mujeres que
supuestamente la ejercen voluntariamente. Pero en un mundo en el que
todo tiene un precio, pocos clientes se preguntan, cuando van de
putas, si la mujer con la que negocian está siendo objeto de trata o
afirmando la libertad de toda mujer para decidir sobre sus cuerpos,
porque preguntárselo les baja la libido y arruina el deseo.
Mujeres
y hombres homosexuales consumen mucho menos sexo de pago. En el caso
de las mujeres, esto quizás indique que el Mercado no es capaz de
suministrar el sexo que respondiera a sus expectativas, por el que
quizás estuvieran dispuestas a pagar. Por su lado, la experiencia
del colectivo homosexual sugiere que el consumo de prostitución
disminuye entre quienes acceden con facilidad al tipo de sexo que
desean: por qué habría de pagarse por algo que, entre hombres con
las mismas expectativas, se encuentra gratis con facilidad. Cabe
suponer por tanto que el consumo heterosexual solo disminuirá si la
deconstrucción de los roles de género, y por tanto sexuales,
propicia una aproximación en las expectativas de los hombres y
mujeres predominantemente heterosexuales, y coloca en el centro de
las relaciones sexuales (para ellos y ellas, en igualdad) la búsqueda
de la gratificación mutua.
José
Ángel Lozoya Gómez
Miembro
del Foro y de la Red de hombres por la igualdad
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