Casi desde que nacemos, nuestros padres nos cuentan cuentos mientras
nos mecen con sus manos y sus voces para que durmamos. Los cuentos de
hadas, con los que todos hemos crecido, pretenden empujarnos al
camino de la vida lo menos traumáticamente posible: al camino del
miedo, al camino del sexo, del dolor, de la felicidad y de la
tristeza, del sacrificio y de la convivencia. Los relatos, desde que
el mundo es mundo y desde que nacemos hasta que morimos, nos
acompañan y nos ayudan, convirtiéndose, casi sin darnos cuenta, en
los amigos más fieles de nuestras vidas.
Todo es un relato. La historia que
sabemos de nuestra familia, los libros que leemos y las películas
que vemos, lo que nos cuentan los historiadores y los filósofos, la
aventura épica de todos los idealistas que han luchado por un mundo
mejor; incluso nuestra memoria, nuestra propia memoria, frágil y
falible, es un relato de nuestra vida. Todo tiene su relato.
Vivir en una ciudad como Cáceres
ayuda mucho a entender esto, porque pasear por la bellísima parte
antigua es encontrarse constantemente con grupos de turistas
acompañados por el guía correspondiente, que les cuenta la historia
de la ciudad; o, al menos, una de las posibles historias. Un buen
guía es aquel que se emociona, o que parece emocionarse con lo que
narra, logrando que los que oyen también sientan.
¿Cómo no habría de tener la
política su propio relato? ¿Cómo, una actividad que ha regido
desde tan antiguo el destino del hombre, podría no edificarse sobre
emociones? ¿Cómo habrían de construirse líderes y movimientos
colectivos sino bajo la óptica de la épica, de la tragedia o de la
celebración gozosa? La política es, claro que sí, además de
muchas otras cosas, un relato. Y de que ese relato esté bien contado
--con solo una pequeña parte de ficción y la más grande de
verdad-- depende que se remuevan las entrañas del cuerpo social en
una u otra dirección.
El problema está en que un relato
no lo escribe cualquiera. A medida que la política se ha ido
burocratizando, se ha ido llenando de trajes y corbatas, de despachos
lacados y moquetas, de círculos cerrados asfixiantes y, en fin, de
ejecutivos de la política, ha sido cada vez más difícil encontrar
la emoción del cuento que queremos que nos cuenten. Para crear una
narración hay que respirar hondo, observar mucho, tener tiempo,
corregirse constantemente y sentir dolor, casi siempre sentir dolor.
Y todas esas sensaciones las he percibido pocas veces entre las
paredes de los despachos.
Las ideologías liberal y
conservadora no necesitan relato porque el suyo es eterno: la ley de
la selva, que gane el más fuerte, allá te las apañes. La
izquierda, la izquierda valiente, tiene como deber inexcusable
contarnos un relato de esperanza, de fe en el ser humano por encima
de sus limitaciones, de grandeza ética y de alegría de vivir. Y
esto, exactamente esto, es lo que se ha ido deshilachando en España
desde hace aproximadamente treinta años. La nueva izquierda, como la
nueva política, necesita hábiles narradores que logren conmover a
los ciudadanos a través de un buen relato de nuestro futuro. Un
relato que, por su grandeza, ni se construye ni se destruye en
semanas o meses. El de la izquierda en España no quiebra en 2010:
aquel mayo fatídico solo acabaron por desaparecer los últimos y
débiles rastros de ilusión, sepultados bajo una profunda y
definitiva desolación.
Disueltas para siempre las emociones
de una narración, solo queda empezar otra. No hablamos ya solo de un
líder, ni de un partido, sino de un conjunto poderoso de
sentimientos colectivos. No es fácil, lleva tiempo y necesita
talento, generosidad y esfuerzo. Pero sin ver esto, sin reconocer que
esto --entre otras cosas-- es lo que necesitamos, no podrá
escribirse una sola línea que sirva para nada. Y por esto,
precisamente por esto, la izquierda en España necesita mujeres y
hombres que crean de verdad que hace mucho tiempo que se empezaron a
hacer las cosas mal, y que hay que recuperar el aliento épico de los
héroes de antaño, aquellos que hicieron derramar lágrimas a
nuestros abuelos y a nuestros padres.
Enrique Pérez Romero
http://www.elperiodicoextremadura.com/noticias/opinion/la-emocion-del-relato_691278.html
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